¿Puedo acaso encontrarme si no hay nada qué descubrir en mí?
El que se niega a perderse, tampoco conseguirá encontrarse jamás. Así que quiero perderme.

lunes, 9 de abril de 2012

ROBERT WALSER

César Vargas


Un poeta olvidado.
Afirmar que Robert Walser es quizás el escritor más grande de Suiza equivaldría, un tanto, a incurrir en una imperdonable paradoja. Walser jamás aspiró a la magnificiencia: la conquista de la república de las letras no fue lo suyo. Dentro de la escala fútil que comprende todas las ambiciones humanas, Walser siempre optó por las más simples, ínfimas y minúsculas. La expresión: "Lo que para otros es lo máximo, para mí es lo mínimo", no es ninguna consigna taoísta; es la misma declaración de principios de Robert Walser.

Por más que este escritor solitario y errabundo mereciera la atención de unos cuantos espíritus selectos de la primera mitad de este desquiciado siglo ---nada menos que Benjamín, Canetti, Jesse, Kafka, Musil, Von Hofmannsthal--, Walser no tuvo otro destino que la incomprensión y la pobreza; la sombra del fracaso fue la compañera de toda su vida.

Robert Walser nació el 15 de abril de 1878 en Biel, región de Berna, Suiza. Estudió hasta los 14 años, después tuvo lecciones preliminares de contabilidad. Al sufrir un desengaño por querer ser actor, su camino tomó el sendero de la escritura autodidactica. Su modesta voluntad hizo que desempeñara oficios que rayaban en el servilismo. Trabajó principalmente como oficinista --continuando la leyenda de un Bartebly--, en una compañía de seguros, en el servicio doméstico, como aprendiz de librero y bibliotecario, y como botones. Sus relatos están poblados de estas humildes experiencias. Walser siempre fue un trotamundos, acogido entre otras ciudades, por Basilea, Zurich, Viena, Stuttgart, Munich, Berlín, Ginebra, Berna. En esta última se conocen hasta 14 domicilios diferentes donde residió, como todo buen nómada, esporádicamente. Dice el eterno viajero: "Una maleta es toda tu casa en este mundo".

Walser, anacoreta empedernido, escribió innumerables poemas, dramas, relatos y novelas. De 1892 a 1933 se abre una brecha de producción walsereana, que comprende: El estanque (escrita a los 14 años), El genio, Mundo, Los muchachos, Poeta, Cenicienta, Dos hombres, El soldado, El servicio militar, Relatos breves, El paseo, La rosa, Seeland, Theodor, Vida de poeta (Alfaguara), la célebre novela Jakob von Gunten (Seix Barral, Alfaguara), Los hermanos Tanner (Alfaguara), y El ayudante (Alfaguara), entre otros textos. Estas tres últimas acaso constituyen sus mejores narraciones de carácter autobiográfico.

Walser vivía al día en extrema pobreza. En su interesante investigación, El autor y sus editores (Taurus), Siegfried Unseld expone no sin cierto dramatismo, la frustrada relación entre Walser, la crítica y los numerosos editores que tuvo a lo largo de su vida. Para Walser el vocablo "editor" era sinónimo de insulto y humillación. Al principio sus obras eran acogidas con entusiasmo por los editores, pero después, al no tener eco entre el público y no responder a las expectativas económicas, aquéllos difícilmente se comprometían con otra obra suya. Una buena parte de sus textos jamás regresaron a las manos del autor por la frecuencia con que sus editores los extraviaban. Su vida siempre estuvo llena de fracasos, hasta que finalmente se retiró del mundo literario con una pesada angustia que acentuaría su paso a un triste final.

Walser era el antepenúltimo hijo de una familia de ocho, cuyos padres eran pastores. Varios de ellos sucumbieron ante una enfermedad mental hereditaria. El 19 de enero de 1933 ingresó al sanatorio de Herisau por decisión propia para tratarse el legado familiar: una irremediable esquizofrenia. Elías Canetti dedujó que la extroversión de Walser no era sino la careta que acallaba una pavorosa angustia: la alienación tomó venganza frente a tanto silencio. Al igual que Hölderlin en el final de sus días, Walser permaneció bajo el espectro de la locura por 23 años. El 25 de diciembre de 1956 lo hallaron muerto entre la nieve. Un año antes había recibido el Premio de la Fundación Schiller de Suiza.

Un poeta rescatado.
Desde hace años no se cuenta con un sólo libro de Robert Walser en español. Habría que atesorar la aparición de la novela corta El paseo (Siruela, 1997), pequeña pieza en prosa poética, oportuno paliativo que retoma el personaje favorito del escritor suizo: el vagabundo, el flaneaur, según la leyenda que Charles Baudelaire urdió por las calles de París.

Para un poeta, una caminata jamás será una cosa ordinaria, tal parece ser la divisa del quijotesco protagonista de El paseo. Una mañana estival sale de su habitación, abandona "el cuarto de los escritos o de los espíritus" y se dispone a recorrer y examinar las cosas de la ciudad, de su gente en plena actividad, con sus tareas y oficios cotidianos. Escrutina la belleza y exhuberancia de la plaza, los jardines, los árboles; en suma, la naturaleza desnuda antes sus ojos; los de un poeta. El paseo semeja una fiesta de los sentidos para este lírico exaltado: "Es divinamente hermoso y bueno, sencillo y antiquísimo, ir a pie". Es un hecho que por su sensibilidad, sus maneras de burgues y dandy, Walser es indudablemente un romántico, o en palabras de él mismo; un romántico-extravagante.

Como todo quehacer romántico, Walser recrea y restaura el mito de la caída del hombre en este relato, pero al igual que todos los mitos, el suyo se encuentra soterrado en las profundidades de una prosa florida, retórica y dilatada. El hombre ha renunciado a su ser festivo, dionisíaco. El costo de la vida social ha impedido que pueda expresar su ánimo ditirámbico, como Walser lo ha hecho con su personaje. Si el pasear, el andar sin ton ni son por las calles es un juego, presupone un estar fuera de toda regla social, pues lo contrario es la seriedad que impone el trabajo en nuestra rutina diaria. Este mundo empecinado en regular el orden es lo que tritura la mirada tierna del poeta. Lo mejor es perderse en los confines de la urbe y recuperar la infancia (otra manera de perdurar en el mito), al igual que nuestro protagonista, que al contemplar a unos infantes reflexiona: "Los niños son celestiales, porque siempre están como en una especie de cielo, y caen desde la infancia a la seca y calculadora esencia y a las aburridas concepciones de los adultos".

Cuentan que cierta vez un editor confundió los manuscritos de Kafka con la prosa intermitente de Robert Walser. ¡Tanto era el amor que Kafka le profesaba!; sin embargo, mientras Kafka abre una disputa con el laberíntico mundo del poder, Walser no dramatiza con lo real: es lúdico, grácil, histriónico, mordaz, ingenio, frívolo, pero nunca asume la pugna o la complejidad consigo mismo o con los demás. La ausencia de conflicto narrativo, como en casi toda su demás obra, es una constante. Los personajes de Walser son seres escurridizos que evaden el hostigamiento de la realidad, son seres que parecieran provenir de un periodo anterior al nacimiento de la crisis de la razón, es decir, antes de la escisión y fisura del alma humana. Sus personajes, como dice Walter Benjamin, "están todos curados". Para quien busque el misterio en la obra de Walser, como observa Robert Calasso, su tarea será infructuosa.

 De todos los autores en lengua alemana, Robert Walser es hoy el más olvidado. La crítica lo ha mantenido en el anonimato, apenas si se haya registro alguno en ensayos, enciclopedias e historias de la literatura. De sus lectores, mejor es darle la palabra a Hesse: "Si Walser perteneciera a los espíritus dirigentes ya no habría guerras, y si tuviera cien mil lectores, el mundo sería mejor". Resulta evidente que nunca los tuvo.




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