¿Puedo acaso encontrarme si no hay nada qué descubrir en mí?
El que se niega a perderse, tampoco conseguirá encontrarse jamás. Así que quiero perderme.

martes, 28 de mayo de 2013

CAMINANTES

Jorge Consiglio





La sintaxis del que camina cuenta con la disciplina de la pausa, con la disposición del que respira con sosiego, por eso se lleva bien con la introspección.


Cuando se va la luz, todos los seres vivos hacen algún ruido. El verano pasado, pasé dos meses en Lobos. Alquilé una casa chica con un jardín adelante. Me había organizado una rutina. A las siete de la tarde, iba hasta la laguna. Un personaje de Canetti dice que los atardeceres en soledad son el mejor antídoto contra el desencanto. La laguna parece infinita. Me tiraba debajo de una higuera. Miraba el agua un buen rato. El crepúsculo avanzaba lento. Y esa transición era de los animales. Producían un sonido insólito. Los imaginaba, en la oscuridad, ocupados en crujir. Fritos en la espesura acústica. Laboriosos. Organizados con la noche.

A la mañana, trabajaba desde las nueve hasta la una. Me sentaba en una galería que daba a la calle. Usaba una mesita baja y una silla de esterillas. Seleccionaba textos para una antología que nunca se editó. Si levantaba la vista, veía una de las calles menos transitadas del pueblo. Era un ancho sendero de tierra seca. Unos minutos después de las once, pasaba un hombre de a pie. Era un tipo con barba y pelo espeso y tupido. Llevaba puesta una camisa de trabajo, un jean cortado y un par de alpargatas. De la mano derecha, le colgaba una bolsa de red. Iba al almacén, un galpón fresco que quedaba a dos cuadras. Cuando volvía la bolsa estaba cargada: vino, pan y alguna otra cosa. Cumplía con ese menester todos los días, pero el recorrido no se había convertido en rutina. Ese hombre era, de verdad, un caminante. Me di cuenta no bien lo vi. Se movía calmo, como sin rumbo. Cada paso esmaltado por la curiosidad. Andaba tranquilo. Conforme con su asombro, siempre flamante como el deseo. Para su mirada, los dibujos del aire multiplicaban su enigma. Ese tipo, con su bolsita de hacer las compras, había internalizado el planteo de Jacob Burckhardt y actuaba en consecuencia: se fugaba de las ruedas de la gran maquinaria del mundo y le daba a su existencia una consagración propia y noble.

En este sentido, me hizo acordar a Robert Walser, quien, en algún punto, caminaba como escribía. Atento y dispuesto a interactuar con el flujo de la realidad. Una de sus novelas, El paseo, comienza con el siguiente párrafo: “Declaro que una hermosa mañana, ya no sé exactamente a qué hora, como me vino en gana dar un paseo, me planté el sombrero en la cabeza, abandoné el cuarto de los escritos y de los espíritus, y bajé la escalera para salir a buen paso a la calle”. En el texto se narra lo que el paseante ve. Traduce el impacto de lo real en la imaginación del poeta. Un poeta que cuenta con el tiempo del que anda a pie; del que puede detenerse y contemplar; del que circula al margen del tránsito, excluido de su lógica.

La sintaxis del que camina cuenta con la disciplina de la pausa, con la disposición del que respira con sosiego, por eso se lleva bien con la introspección. El que anda a pie mira su entorno y en el espejo de las cosas encuentra su propia imagen. Uno de los personajes de Walser dice que observar el mundo implica observase a sí mismo. Hay una cuestión compleja en la mirada: nunca es unidireccional. En Las composiciones de Fritz Kocher, un pintor sale a caminar por un bosque, se detienen en medio de la foresta y contempla, pero se siente mirado por los árboles. Y esta reciprocidad natural le revela su propio perfil.

Las caminatas signaron hasta los últimos instantes de la vida del poeta. Carl Seelig, quien fuera su editor, lo visitó en el sanatorio y hogar cantonal de Appenzell-Ausserhoden, en Herisau. En ese lugar, Walser estuvo internado en calidad de enfermo mental desde junio de 1933. Seelig lo visitaba cada tanto. Salían a dar largas caminatas. Iban hasta otros pueblos. Hablaban. Comían. Tomaban vino en las tabernas. Con esas vivencias, Seelig escribió un libro entrañable: Paseos con Robert Walser.

El 25 de diciembre de 1956, el poeta decide salir a caminar. Acaba de almorzar. Está un poco pesado, pero piensa que moverse será saludable. Es cauto: anda despacio sobre la nieve. Viste ropa de abrigo. Deambula por los caminos que conoce bien. La ruta presenta un leve ascenso, nada que no pueda afrontar un hombre como él; sin embargo, esta vez, le pesan las piernas. Siente una molestia en el pecho, un ardor. Quisiera tomar el aire que le ofrece el día, pero no lo consigue. Sus pulmones están cerrados. Cae de rodillas. Unos segundos después, está acostado sobre la nieve. Su sombrero rodó unos metros. El dolor es cada vez más intenso: lo asfixia. Mira de cerca las irregularidades del terreno. Un grupo de chicos lo encontrará dentro de unas horas. Estará con los ojos abiertos, fijos en la nieve traslúcida.


lunes, 27 de mayo de 2013

BASTA







Yo nací en tal y tal fecha, me educaron aquí y allá, fui como es debido a la escuela, soy eso y aquello, me llamo así y asá, y no pienso mucho. Soy hombre; desde el punto de vista civil soy un buen ciudadano y provengo de buena clase. Soy un miembro limpiecito, callado y simpático de la sociedad humana, un así llamado buen ciudadano, me gusta tomar mi cerveza con medida, y no pienso mucho. Es evidente que me encanta comer bien y también es evidente que las ideas me son ajenas. El pensar con agudeza me es totalmente ajeno, las ideas me son completamente ajenas, y por eso soy un buen ciudadano, porque un buen ciudadano no piensa mucho. Un buen ciudadano come su comida y con eso ¡basta!

No me rompo mucho la cabeza, eso se lo dejo a otros. El que se rompe la cabeza se hace odioso; el que piensa mucho es visto como una persona desagradable. Julio César a su vez, señalaba con su dedo gordo al ojeroso de Casio, al que le tenía miedo, porque suponía que tenía ideas. Un buen ciudadano no debe despertar miedo y sospechas; pensar mucho no es asunto suyo. El que piensa mucho es mal visto, y es completamente innecesario hacerse impopular. Dormir y roncar es mucho mejor que pensar y crear. Nací en tal y tal fecha, fui aquí y allá a la escuela, leo ocasionalmente este y aquel periódico, ejerzo esa y aquella profesión, tengo esa y aquella edad, parece ser que soy un buen ciudadano y parece que me gusta comer bien. No me esfuerzo mucho en pensar, eso se lo dejo a otros. Romperme la cabeza no es de mi incumbencia, porque al que piensa mucho, le duele la cabeza, y los dolores de cabeza son completamente innecesarios. Dormir y roncar es mucho mejor que romperse la cabeza, y una cerveza tomada con medida es mucho mejor que pensar y crear. Las ideas me son totalmente ajenas, y no me quiero romper la cabeza bajo ninguna circunstancia, eso se lo dejo a los gobernantes. Por eso soy un buen ciudadano, para tener mi tranquilidad, para no tener que usar la cabeza, para que las ideas me sean completamente ajenas, y para no angustiarme, si es que acaso, llego a pensar mucho. Tengo miedo de pensar con agudeza. Si trato de pensar con agudeza empiezo a ver estrellas. Mejor me tomo una buena cerveza y dejo cualquier forma de pensamiento agudo a los líderes gubernamentales. Por mi parte, los hombres de Estado pueden pensar tan agudamente como quieran, y durante mucho tiempo hasta que se les llegue a romper la cabeza. Siempre veo estrellas cuando uso mi cabeza, y eso no es bueno, y por eso me esfuerzo lo menos que puedo y me quedo de lo lindo sin cabeza y sin pensamientos. Si solamente los hombres de Estado pensaran hasta ver estrellas y les reventara la cabeza, todo estaría perfecto y la gente como yo podría tomar su cerveza de manera moderada, tener preferencia por comida buena, dormir bien y roncar en la noche, suponiendo que dormir y roncar sea mucho mejor que romperse la cabeza y mejor que pensar y crear. El que usa la cabeza sólo se hace odioso, y el que difunde opiniones e intenciones es considerado una persona desagradable; un buen ciudadano no debe ser desagradable sino agradable. Con toda la tranquilidad del mundo, dejo el pensar agudo y fatigante a los líderes de Estado, porque gente como yo sólo somos miembros sólidos e insignificantes de la sociedad, un así llamado buen ciudadano o burgués de miras estrechas al que le gusta tomar su cerveza con medida y le gusta comerse su linda comida grasosa y con eso ¡basta!

Que los hombres de Estado piensen hasta que confiesen que ven estrellas y les duele la cabeza. Un buen ciudadano nunca debe tener dolores de cabeza, al contrario, siempre debe disfrutar su cerveza tomada con medida y debe dormir suave y roncar en las noches. Me llamo así y asá, nací en tal y tal fecha, en este y aquel lugar me mandaron debidamente a la escuela, leo ocasionalmente este y aquel periódico, de profesión soy eso o aquello, tengo esa y aquella edad, y renuncio a pensar mucho y con esmero, porque el dolor de cabeza y el esfuerzo se los dejo con gusto a las cabezas líderes que se sienten responsables. Gente como yo no siente responsabilidad alguna porque le gusta tomar su cerveza con medida y no piensa mucho; deja esta particular diversión a las cabezas que llevan la responsabilidad. Fui aquí y allá a la escuela, donde me obligaron a usar mi cabeza, a la que desde entonces nunca más esforcé en lo más mínimo y tampoco he empleado. Nací en tal y tal fecha, tengo este y aquel nombre, no tengo responsabilidad y de ninguna manera soy único en mi especie. Afortunadamente hay muchos como yo, los que disfrutan de su cerveza tomada con medida, que al igual que yo piensan poco y no les gusta romperse la cabeza, que mejor dejan eso con gusto a otras personas, como por ejemplo a hombres de Estado. A mí, miembro callado de la sociedad, pensar con agudeza me es ajeno, afortunadamente no sólo a mí, sino que a legiones de aquellos, que como yo, les encanta comer bien y no piensan mucho, tienen esa y aquella edad, fueron educados aquí y allá, son miembros pulcros de la sociedad y, como yo, buenos ciudadanos, a los que pensar con agudeza les es ajeno como a mí, y con eso ¡basta!

LECHO DE NIEVE

Bibiana Bernal
                                                 


A Robert Walser, quien murió sobre la nieve.


Rumor de hojas en sus pasos.
Camina invisible dejando huellas sonoras.
Viene de lejos. Viene sin prisa.

Es la sombra de un espantapájaros
que solloza en la noche.

Viene entre los crujidos del viento
es la voz rota del espejo.

Movimiento sin volumen, sin peso
que avanza entre la quietud.

Viene desnudo, sin piel,
en busca de la espesura.
                                                    
Camina lento.
Es el tiempo desencarnado.
Su alma errante.

No hay espacio
entre su transparencia y la solidez.

No hay caminos.

Instante y eternidad
nievan en su cuerpo.