¿Puedo acaso encontrarme si no hay nada qué descubrir en mí?
El que se niega a perderse, tampoco conseguirá encontrarse jamás. Así que quiero perderme.

lunes, 9 de abril de 2012

EL PASEO PRESENTE DE ROBERT WALSER

Luis Carlos Ayarza


ROBERT WALSER


Pasear con cierto ritmo. Con una lentitud moderada dispuesta a recibir lo que el paisaje tiene para dar, mientras el pensamiento se destila en memorias, ideas y obsesiones, o sencillamente se queda suspendido en una amable pereza. Pasear es de alguna manera hacer propio el tiempo. Caminar es también a veces una forma de escribir. La escritura que surge en medio o a partir de los paseos, aquella que narra los desplazamientos, tiene la virtud de producir una simultaneidad, pues la lectura realizada a esta clase de escrituras ocurre también sobre la marcha. Mientras se lee, de alguna manera también se pasea con el escritor.

Robert Walser publica El Paseo (Der Spaziergang en el original alemán) en 1917. El libro inicia así: “Declaro que una hermosa mañana, ya no sé exactamente a qué hora como me vino en gana dar un paseo, me planté el sombrero en la cabeza, abandoné el cuarto de los escritos o de los espíritus y bajé para salir a buen paso a la calle.” Cuando el poeta –presumiblemente el mismo Walser– va caminado por las calles amplias sobre las que se posa un sol liviano y alegre, se tiene la sensación de que la marcha es la que pone en movimiento el mundo y le otorga al paisaje su tercera y cuarta dimensión. El paseo va revelando los matices del alma no sólo de aquél que reflexiona mientras camina sino también de los personajes que el paseante encuentra mientras se desplaza afablemente, casi flotando sobre el espacio.

El paseo de Robert Walser no se ha detenido, sus huellas han dejado libros y semblanzas…

G.W. Sebald escribe un breve pero bello homenaje titulado El paseante solitario, allí el autor de Austerlitz gravita alrededor de la figura de Walser inquietado por los cambios dramáticos que presentan algunas fotografías del escritor en diferentes periodos de su vida. En todo caso es como si la presencia del escritor se hubiera alzado sobre su literatura y generado una sombra, no en un sentido de oscurecimiento, sino precisamente la sombra de un caminante, aquella que le acompaña y se mueve a su alrededor según la luz y la hora. En otro momento de su libro Sebald habla de un texto de Walser sobre las cenizas y lo cita: “¿Se puede ser mas inconsciente, más débil y más insignificante que la ceniza? Pon tu pie sobre la ceniza y apenas notarás que has pisado algo”. Quizás –y aquí me animo a errar unos pasos más lejos– precisamente ese no sentir nada, esa suavidad de la ceniza, también se puede percibir no sólo como dice Sebald: “para escenificar su auto cremación y lo que queda cuando el fuego se ha extinguido”, sino como la levedad de Walser que se pasea como figura y escritura a través del tiempo.

Años atrás, en 1936, Carl Seelig inició una serie de visitas y paseos con Robert Walser que se extendieron a lo largo de 20 años. Con las notas de sus encuentros Seelig escribió Paseos con Robert Walser. Durante todo este tiempo Walser vivió en un asilo psiquiátrico que no quiso abandonar jamás. (Hecho que suscita un parentesco llamativo con La Montaña Mágica ya que recuerda la estadía de Hans Castorp en el sanatorio y sus paseos matinales por el territorio de “los de allá arriba”.) Al igual que Sebald, Seelig repara constantemente en la imagen de Walser, en su deterioro que sugiere no tanto una indigencia como una separación voluntaria de un mundo al que ya no pertenece. “Como de costumbre Robert lleva el paraguas; su sombrero está cada vez más ajado, la cinta hecha jirones. Pero no quiere comprarse algo nuevo. Lo nuevo le repugna.” En la navidad de 1956 Robert Walser muere mientras pasea sobre la nieve esperando la visita de su amigo...

La figura de Walser es en cierto modo un enigma. No es que uno llegué a Walser; es Walser quien en su paseo interminable se presenta. Al leerlo es posible sentirse parte de los personajes que él ve y describe, surge además el deseo de acompañar aunque sea brevemente al caminante. De allí tal vez el encanto que produjo no solo en Seelig y Sebald sino también en Canetti, Kafka, Magris, Thomas Mann…



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