¿Puedo acaso encontrarme si no hay nada qué descubrir en mí?
El que se niega a perderse, tampoco conseguirá encontrarse jamás. Así que quiero perderme.

lunes, 9 de abril de 2012

ROBERT WALSER O LOS MANOTAZOS DEL INSTANTE

Vanessa Guerra






"...de repente se apoderó de mí un inefable
sentimiento del mundo y una sensación de gratitud,
unida a él, que brotaba del alma con violencia...".
"Y ahora a seguir paseando.
Es divinamente hermoso y bueno,
sencillo y antiquísimo, ir a pie".
El paseo.


Robert Walser Diríase el escritor del éxtasis, o quizá el escritor del exceso.

Nunca eclipsado en su prosa, es quizá uno de los huérfanos de todos los grandes padres. Huérfano que fue generoso en paternidad con Kafka y con todos los hijos de Kafka.

Robert Walser nació en Suiza en el año 1878, un 15 de Abril en Biel, cantón de Berna. Utilizar el verbo nació no significa que haya encontrado la vida o la que la vida lo haya encontrado a él. Excepto que aceptemos esta variable: encontró la vida como una sucesión de instantes, y esto va escrito al pie de la letra.

Una sucesión de instantes no es una historia y una historia tampoco es una sumatoria de instantes. En todo caso para acercarnos a una figura que familiarice con esta idea deberíamos remitirnos a Zenón y a una de sus aporías, aquella de Aquiles y la Tortuga. Recordemos: ¿por qué Aquiles nunca gana la carrera? ¿Porque la tortuga es más veloz? No. ¿Porque Aquiles le dio diez metros de ventaja? No. ¿Por el talón? (bueno, eso se acerca, pero nos desviaría por atroces rodeos psicoanalíticos emparentados con la castración o con las consecuencias de su desestima). Así que tampoco.

La paradoja de algún modo reside en aceptar un espacio limitado, medido en metros, supongamos, pero infinitamente ilimitado entre metro y metro, centímetro y centímetro, milímetro y milímetro, etcétera. Con lo cual el movimiento no existe en un plano, pero sí en otro. Dicho de otra forma, pasar del uno al dos o del dos al tres es sencillamente imposible. El movimiento queda en el uno y en su infinita variación.

Walser paseaba que no significa pasar. Paseó toda su vida, escribió sus paseos o sus paseos lo escribieron a él y halló la muerte en esa práctica, paseando. En la navidad de 1956, en los alrededores del asilo psiquiátrico que lo hospedaba, se encontró el cuerpo solitario de Walser sobre la nieve.

Hasta donde se ha leído, hasta donde se ha pensado, se acepta que esa muerte estaba anunciada en su escritura. Varios académicos coinciden en que el preludio a su propio acabar con la vida se anticipa en la novela Los hermanos Tanner.

Quizá fuera ésa una de las posibles formas de pasar.

El movimiento de Walser no es el paseo que alguien daría en una ciudad o en un pueblo, sino la habilidad única de dar dimensiones temporales y espaciales a una imagen con la que se topa y se fascina. En una imagen está el todo. Eso es el éxtasis. El éxtasis detiene el tiempo pero ocupa todo el espacio fuera del tiempo-espacio. Digamos que escenifica un tiempo hecho de puro pensamiento, algo pleno en su captura, pero intensamente fugaz. Las caminatas por el pensamiento (Le Poulichet) de Walser tienen como único soporte material la escritura y de la escritura el cuerpo. De modo que Walser —la operación Walser— es una imbricación de pensamiento y escritura yo-cuerpo, es en ese punto donde Walser se reconstruye a sí mismo para deshacerse y rehacerse afuera en el paseo-escritura donde se compone en el encuentro fugaz y fortuito con el instante del mundo; con las formas del mundo jamás se entendió, no se historiza en él, con las variadas formas del mundo se fascinó, se extasió —que es muy distinto.

En el éxtasis hay algo del orden de lo insoportable, algo que no se inscribe, que no deja huella, que captura y fusiona. El paseo de Walser no es un recorrido que hace una pequeña historia, sino que es una sucesión de instantes que transcurren y se disuelven permanentemente. Al mismo tiempo es Walser narrador quien transcurre y se disuelve una y otra vez.

La fascinación abarca el tiempo y en esa disolución de cortes la eternidad ha de ser un instante, algo fugitivo, una fusión con el universo. Incrustada en el exceso nos remite a una mística. Por eso decimos que no hay historia y decimos que hay instante y éxtasis.
Todo recuerdo quita la categoría de fascinación, le sustrae su atributo pues lo ubica en una dimensión temporal que luego deviene en una inscripción. Digamos que allí, en esa operatoria, podemos diferenciar el rememorar de la reminiscencia. Exiliado de la historia y anclado en la reminiscencia Walser opera y lleva —desgarrado en su propio salvataje— el acto de la escritura. Un manotazo al mundo.

Y agreguemos, por si acaso, la siguiente redundancia: la historia es posible sólo para un yo que la organiza. Fuera del yo hay instantes, alboroto, arrebato. El yo walseriano es la escritura y de la escritura su paseo, paseo por la lengua, paseo por la palabra que va quedando una detrás de otra como Aquiles tras la tortuga.

Pero algo ocurre.

Walser reinventa la lengua, reinventa en el hospicio su escritura, hace un pasaje al extremo primario del narcisismo, una lúdica infantil, o genial.

En el año 1929, a los 51 años, el escritor fue internado en un hospicio de Waldau para luego ser trasladado en 1933 a un psiquiátrico de Herisau, Appenzell. De su escritura sólo quedan papeles con letras abigarradas, que no superan el milímetro.

Walser implosiona y manejará el tiempo y el espacio desde un exilio social bajo las síntesis de un yo precario, desgarrado, anclado en el presente ahistórico que impondrá una nueva fórmula antes de ahogarse en la anarquía, o quizá en la suspensión del deseo de escribir.

Consta en una carta anterior a la internación —en la que varía el yo con una tercera persona— que el escritor tuvo un desencuentro con la herramienta, con la pluma, haciendo un penoso pero liberado pasaje al lápiz.

Lo cierto es que la miniaturización de su escritura es anterior a la internación, pareciera que data de 1924. Sylvie Le Poulichet, en un magnífico ensayo sobre los procesos de engendramiento de cuerpos extraños, conjetura que puede existir una producción micrográfica anterior, quizá perdida, dado que en 1912 Walser sufre lo que él llama una crisis de la pluma, para inventar el método del lápiz o lapizura.
A medida que el tiempo avanza, la escritura walseriana se empequeñece más y más y los tiempos empleados para realizarla son cada vez más y más lentos.
Quizás si no se hubiera tratado de Robert Walser, esos papeles que fueron considerados en principio como un intento propio de curación psicótica, por ilegibles, por imposibles, por acceder a la categoría de garabatos, ningún investigador hubiera ofrecido su deseo de apostar curiosidad a su cifra hermética.
En 1967 un grupo de investigadores se reencuentra con los 526 papeles (microgramas) que Walser dejara, extremadamente prolijos, notas escritas en una lengua no humana, o mejor dicho cifrada, una suerte de acertijo de aquel que denunció lo angustioso de no ser leído ni aceptado en su tiempo.
Como tantos otros marginados, Walser dio su golpe desde el hospicio, tal vez sin conciencia de sus actos, pero soberano y libre en su deseo.
Lo que se creyó un garabato demencial fueron sus últimos textos escritos en un alfabeto de propia invención, de caracteres pulcros y distinguidos, pequeños, irremediablemente minúsculos, sólo aptos u ofrecidos para aquel que deseara leerlos.

Vanesa Guerra


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