¿Puedo acaso encontrarme si no hay nada qué descubrir en mí?
El que se niega a perderse, tampoco conseguirá encontrarse jamás. Así que quiero perderme.

lunes, 9 de abril de 2012

HISTORIAS DE AMOR

Miguel Lodeiro 



Durante muchos años, por causa de una frase de Canetti, que decía que era el más terrible de los escritores porque negaba nuestra angustia, quise leer a Walser. Pero ¿dijo eso Canetti? He buscado esa frase por ahí y no he llegado a encontrarla, aunque sí otra similar: Es el más oculto de todos los escritores. Siempre está bien, siempre está encantado con todo". Digo similar como podría decir antagónica, porque en la segunda está oculto en virtud de un estado de su naturaleza (un hombre, diríamos, tan feliz y discreto que no llama la atención) en tanto en la primera su presencia, de tan excesiva, es terrible, y lo es, además, debido a un capricho de la voluntad que niega la angustia.

Tiempo después compré un libro suyo, Historias de Amor, y durante un par de años permaneció a la espera entre los anaqueles. Todos los libros que esperan son reproches. En el año 2005 me aproxime al libro y avancé 15 o 20 páginas, pero no logré pasar de ahí, y no me extraña porque es enorme la desolación que desprende. A despecho de esa frase recordada de Canetti, quizás apócrifa, (o incluso a su favor) otros indicios me habían hecho creer que Walser sí era ese hombre siempre encantado con todo, y que la lectura de sus libros era un bálsamo contra la tiniebla. Sin embargo haría bien en no leer jamás, porque, esperen o no, todos los libros son reproches, y es en la culpa en donde encuentran su refugio.

He visto por ahí que de Walser todos alaban su ingenuidad, y que así lo hacen algunos de los sujetos más avisados del mundo, gente que mataría con tal de que no se sospechase que ellos mismos son ingenuos. Adviértase que no digo su inocencia, sino su ingenuidad. Adviertase, además, que uno bien puede lamentar haber perdido la inocencia, pero que nadie confiesa con amargura haber perdido la ingenuidad. De modo que ¿Qué extraña alabanza es esa?. Porque si somos inocentes es que no somos culpables, pero si somos ingenuos es que somos susceptibles de engaño, es decir, que no sólo somos culpables, sino que encima lo ignoramos. Así pues quien alaba lo que, en el mejor de los casos, provoca una sonrisa complaciente, o bien lo hace para desviar la atención (miren ustedes ahí, al grandísimo ingenuo, y no me miren a mí, que soy un ingenuo pequeñito) o bien es otra cosa lo que alaba, que no se atreve o no sabe nombrar, por ejemplo: Miren ustedes ahí, un hombre tan fuerte, o tan sabio, o tan valiente, que no se arredra en exhibir su pavorosa ingenuidad. Por último, también es posible que se acuda a la ingenuidad porque alguien lo dejó dicho una primera vez, y desde entonces nadie ha sabido desprender a un término del otro, como se dice "grandes rebajas", porque siempre han de ser grandes las rebajas, aunque a menudo parezcan "grandes aumentos". Grandes rebajas, grandes ingenuos.

Por tanto uno se pone a leer estas Historias de Amor con gran satisfacción y regocijo, veamos qué experiencia encantadora nos depara. Y sonreímos encantados con nosotros mismos. Sin embargo tan pronto como empieza la lectura, empiezan también los sobresaltos. No conviene sobresaltarse mucho, porque es de noche, y esta llena de cosas raras la sombra, pese a que no seamos ingenuos, sino sumamente encantadores. Pero no, nos sobresaltamos, y de tanto que lo hacemos no tarda en retorcerse todo el cuerpo; se llevan las manos a los bolsillos, se atusa uno el pelo, se lanzan miradas de soslayo a izquierda o derecha. Y qué pasa, qué es esto, dónde estamos, qué me falta, ¿me han robado?. Ciertamente, la tranquilidad te la han robado, y con ella la sonrisa, aunque en su defecto surge, de pronto, la más furiosa carcajada. Así pues ya tenemos la ingenuidad bien puesta sobre su objeto, que no es Walser, naturalmente: Los ingenuos somos nosotros, sus lectores. Ingenuos, y por tanto culpables, e ignorantes de serlo. Pero Walser es bondadoso, si algo hay de bueno en el conocimiento; nos enseña eso que somos.

Y aun así, es cierto, en estos cuentos, que raramente superan la página, aparece a menudo un pastorcillo, por decirlo así (un buhonero, un juglar, un duende), que se topa con una zagala (una matrona, una ninfa de los desvanes, una prisionera) y nada les inquieta excepto los besos que habrán de darse, inquietud que no dura ni el llevarla a la boca, porque al instante ya se besan tan felices. Y en ello está la burla y el mirar si andan todas las cosas en su sitio, porque el personaje principal del drama, ese con el que Sthendal, o Flaubert, o Goethe componían sus novelas, y también el que, con mayor economía pero no menor intensidad, ocupaba el centro de los cuentos y los mitos del amor, esa inquietud que se interpone entre los amantes y obliga a un recorrido y a una transición por el abismo hasta llegar al beso que, para entonces, ya es la pérdida, ese no está ahí, lo han burlado, y con ello a nosotros. Pero es que aun esos cuentos de personajes tan radiantes y alegría tan violenta, tan desoladora, son menos entre aquellos cuyos protagonistas, más opacos y apaleados, se mueven entre el la perplejidad y la soberbia, sin saber nunca quienes son y hacia dónde se dirigen. Y en ellos, con un lenguaje que no cesa de hacer malabarismos con las flores, se cometen las peores crueldades. En cuanto aparece un burgués (un oficinista, una costurera, una gran actriz, un ingeniero) hay que echarse a temblar, porque el espectáculo es la entomología. Nada más alegre que un cazador de insectos correteando por el bosque y provisto de ganapán, da gusto ver el contento y su felicidad cuando atraviesa mariposas y escarabajos con su alfiler. Y así el ingenuo de Walser con sus burgueses. Y entonces nos reímos a carcajadas, eso es así, nos reímos a carcajadas tal como cuando vemos tropezar a alguien, tal como también Bernhard nos disloca las mandíbulas. No obstante, al tiempo, mirando de reojo, nos decimos "pero yo no, yo no". Tú sí, mentecato, claro que sí. Porque la carcajada, ya se sabe, es el marco de la angustia, y tanto más grande el marco más penetrante el terror. ¿Cómo se atreve Canetti a decir que siempre está bien, que siempre está encantado con todo? Sí, un mundo había maravilloso, pero no aquel que le rodeaba.

Con gran surtido de onomatopeyas y gestos, con uno no menos grande de interrupciones y derivas que ahora se dirían metaliterarias pero que no son más que la forma del cuento y su corazón, un padre amoroso cuenta, a su niño pequeño, un cuento catastrófico, uno de aquellos cuentos antiguos, no de los que se cuentan ahora, que no son cuentos sino tranquilizantes. La felicidad del padre es perfecta, como la del niño. Entonces pasa por ahí el hermano adolescente, que ya lo ha olvidado todo de la infancia y aun no ha recibido nada de la madurez, y se sonríe complaciente, y piensa "que ingenuo". ¿El padre? ¿El niño? ¿El cuento? Así Walser, que todo lo sabe, para quien aun no lo ha olvidado todo, en la era del hierro.

Sin embargo, yo no se leer. Nunca he sabido aunque me haya esforzado en la tarea.




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