¿Puedo acaso encontrarme si no hay nada qué descubrir en mí?
El que se niega a perderse, tampoco conseguirá encontrarse jamás. Así que quiero perderme.

lunes, 23 de julio de 2012

ROBERT WALSER



Como odio los números redondos -y mucho más si son pares- voy a saltarme las convenciones a la torera rindiendo homenaje al gran Robert Walser hoy, exactamente 49 años después de su muerte.

El texto que sigue lo escribí hace un tiempo y, más que nada por inseguridad y porque se trata de un trabajo académico, tenía la intención de reescribirlo. Pero ahora, cuando he vuelto a leerlo, me he dado cuenta de que está en él todo lo que quiero decir. Está centrado en uno de sus libros, 'El paseo', y hace especial hincapié en la idea del relato como viaje, pero creo que es igualmente representativo del conjunto de su obra. Si no lo conocéis ya, desería al menos conseguir despertar vuestro interés por él.

"Creo en el mundo como en una margarita, porque lo veo. Pero no pienso en él, porque pensar es no comprender...

El mundo no se hizo para pensar en él
(pensar es estar enfermo de los ojos)
sino para mirar hacia él y estar de acuerdo..."

Fernando Pessoa / Alberto Caeiro
El guardador de rebaños


Decía Elias Canetti, uno de los más apasionados defensores de Walser, que no había nada que le fuera más ajeno que la grandeza. Quizás esto, unido a una misantropía que le llevó siempre a rehuir los círculos intelectuales de su tiempo, fuera uno de los motivos que sumió su obra y a él mismo en un silencio que sólo en los últimos años se ha empezado a rasgar. Sin embargo, Walser sigue siendo un escritor tan elogiado como desconocido, y no sólo entre el publico: aún hoy es casi imposible encontrar su nombre en los manuales de historia de la literatura.

Huyendo siempre de los grandes artificios literarios, lo realmente fascinante de Robert Walser es su visión. Según él, "el escritor como es debido es alguien que acecha, un cazador, un ojeador, alguien que busca y encuentra". De ahí su gran afición a los largos paseos, una costumbre rayana a la manía que le llevaba a caminar durante horas, recorriendo decenas de kilómetros, y que constituía la fuente de su inspiración. Berlín fue su destino más lejano, pero eso no impide considerarlo uno de los mayores viajeros del siglo XX.

1. El paseo como viaje en busca de lo (extra)ordinario

Si hubiera que señalar unas constantes en el amplísimo género de la literatura de viajes, éstas serían, según el estudio Los viajes y la literatura, de Domenico Nucera, la decisión de partir, el viaje en sí, y la necesidad de retorno. La primera de estas etapas, la partida, precisa sólo de unas líneas para concretarse en nuestro relato. Una frase, por otro lado, que va a marcar la austeridad y la vitalidad del lenguaje literario que impregna la novela:

"Declaro que una hermosa mañana, ya no sé exactamente a qué hora, como me vino en gana dar un paseo, me planté el sombrero en la cabeza, abandoné el cuarto de los escritos o de los espíritus, y bajé la escalera para salir a buen paso a la calle".

Pero, ¿cual es el motivo que lo impulsa a partir? El propio narrador, que por la multitud de detalles biográficos podemos identificar perfectamente con el mismo Walser, responde en el párrafo siguiente:

"Olvidé con rapidez que arriba en mi cuarto había estado hacía un momento incubando, sombrío, sobre una hoja de papel en blanco. Toda la tristeza, todo el dolor y todos los graves pensamientos se habían esfumado, aunque aún sentía vivamente delante y detrás de mí el eco de una cierta seriedad".

Así, el motivo del viaje es escapar de un estancamiento creativo del que se conseguirá salir convirtiendo el mismo viaje en tema literario. Paradójicamente, para poder escribir hay que huir de la escritura.

El relato que sigue es un monólogo en el que intervienen tan sólo unos pocos personajes con voz, que, sin embargo, parece ser la misma del narrador, creando la sensación de un discurso ininterrumpido. Ningún nexo de unión enlaza todos estos personajes, que tampoco están organizados en diferentes unidades narrativas. Simplemente aparecen, como islotes flotantes en medio del monólogo que recorre la obra de principio a fin.

Como el mismo narrador resume cerca del final del relato, en su paseo, a la manera de los cuentos maravillosos, se ha encontrado con un gigante, ha visto profesores, ha tratado con libreros y empleados de banca, ha hablado con futuras cantantes y antiguas actrices, ha comido con ingeniosas damas, ha paseado por los bosques, ha enviado peligrosas cartas y se ha batido violentamente con insidiosos e irónicos sastres. Una serie de encuentros que sirven a Walser para poner en juego su visión crítica.

En algunos casos, parece tratarse de una crítica ingenua e inofensiva, pero esto se debe, de nuevo, a la engañosa sencillez con la que está construida y a la presencia omnipotente del humor, enemigo incondicional de esa solemnidad, de esa "aureola de santidad" que tiende a los escritores "la escalera al éxito". Así, tras el episodio del librero encontramos una crítica a estos escritores instalados en la comodidad de la fama (auténticos asesinos, en la opinión de Walser) y a la aprobación gregaria del público:

" -¿Podría -pregunté con timidez- ver y apreciar al instante lo más esmerado y serio, y por tanto naturalmente también lo más leído y más rápidamente reconocido y vendido? (...)
-Con mucho gusto -dijo el librero. (...) Llevaba el valioso producto intelectual tan cuidadosa y solemnemente como si portara una milagrosa reliquia. (...)
-¿Podría usted jurar que este es el libro más difundido del año?
-Sin duda
-¿Podría afirmar que este es el libro que hay que haber leído?
-A toda costa
-¿Y es realmente bueno?
-¡Qué pregunta tan superflua e inadmisible!".

Sin embargo, Walser también es capaz de detenerse ante una mujer y alabar su belleza ("¿Puede hacer que se irrite conmigo la abierta confesión de que fui muy feliz cuando la vi?"), de quedar atrapado por el canto de una voz sublime ("Era como morir de pena, morir quizás de extrema alegría") o de narrarnos el enfrentamiento con el sastre a causa de un traje mal cortado como si estuviéramos en una novela de caballerías ("Mi quizá demasiado y fogoso ataque se había transformado en una dolorosa y ultrajante derrota, retiré mis tropas del desdichado combate, me marché silencioso y huí avergonzado. De tal modo terminó la osada aventura con el sastre").

Es evidente que, al menos en cuanto a la forma, el paseo de Walser puede considerarse perfectamente un viaje literario. Pero, ¿y en cuanto a los objetivos?. Según el mencionado estudio de Domenico Nucera, el viaje será estéril si no consigue transformar y renovar al individuo. En El paseo esta transformación puede verse desde tres perspectivas diferentes:

. El encuentro de la inspiración

Tanto en la novela como en la vida real, los paseos eran para Walser la mayor fuente de inspiración. Sin ellos, como afirma en la larguísima réplica al empleado de la hacienda municipal, "no podría escribir media letra más ni producir el más leve poema en verso o prosa". Esta réplica-monólogo es uno de los más bellos discursos en torno a la figura del escritor paseante, que tiene como ilustres representantes a Edgar Allan Poe, William Wordsworth, Thomas de Quincey o Jean-Jacques Rousseau:

"Sólo produzco mientras paseo, el campo es mi cuarto de trabajo; el aspecto de una mesa, del papel y de los libros me aburre, las herramientas de trabajo me desaniman, si me siento a escribir no me viene nada al espíritu y la necesidad de tener ingenio me priva de él"

Una afirmación con la que guarda un gran parecido la siguiente de Walser, escrita más de cien años después:

"Sin el paseo y sin la contemplación de la Naturaleza a él vinculada, sin esa indagación tan agradable como llena de advertencias, me siento como perdido y lo estoy de hecho".

El encuentro de la Unidad

Algunos de los rasgos más característicos de las obras de Robert Walser son el lenguaje directo, sencillo, las frases cortas, las lista de adjetivos, los juegos visuales... Todos ellos acaban convirtiendo las descripciones en una sucesión de imágenes dispersas, algo parecido a ver desfilar rápidamente ante nosotros una selección de fotografías, primeros planos que nos muestran los detalles pero no la imagen total de la que forman parte. El siguiente pasaje da buena muestra de ello:

"Un perro se refresca en el agua de la fuente. Golondrinas, me parece, trisan en el cielo azul. Una o dos damas elegantes, con faldas asombrosamente cortas y botines altos de color sorprendentemente finos, se hacen notar espero que tanto como cualquier otra cosa. Llaman la atención dos sombreros de verano o de paja. La cosa con los dos sombreros de paja es la siguiente: de repente veo dos sombreros en el aire luminoso y delicado, y bajo los sombreros hay dos excelentes caballeros que parecen desearse buenos días mediante un bello y gentil levantar y agitar el sombrero".

Es decir: no sabemos si se trata realmente de golondrinas, o si hay una o dos damas. Éstas, por otro lado, quedan reducidas a un par de bonitas piernas con sus correspondientes botines, y a su lado, dos "sombreros" se dan los buenos días. El mundo que nos hace llegar Walser está totalmente fragmentado.

Esta fragmentación de la realidad es, según Georg Lukacs, el rasgo definitorio de la novela en contraposición a la epopeya. En la primera, su protagonista, el héroe novelesco, debe convertirse en un buscador de "la totalidad secreta de la vida", mientras que la segunda ya formaba por su misma una totalidad. El resultado de esa búsqueda, el encuentro de la unidad, queda reflejado en algunos de los pasajes más bellos y extáticos del libro:

"Yo me detenía y escuchaba, y de repente se apoderó de mí un inefable sentimiento del mundo y una sensación de gratitud, unida a él, que brotaba del alma con violencia".

"Aquí en el paso a nivel me parecía estar en el punto culminante o algo como el centro, desde el que volvería a bajar poco a poco. (...) Casas, huerto y personas se transformaban en sonidos, todos los objetos parecían haberse transformado en un solo espíritu y una sola ternura (...) El espíritu del mundo se había abierto, y todos los padecimientos, todas las decepciones humanas, todo lo malo, todo lo doloroso, parecía esfumarse para no volver más".

El encuentro del Otro

También en El paseo aparece el componente de descubrimiento del Otro, pero en este caso no se refiere a los personajes con los que se va cruzando. Ya hemos comentado antes que, de hecho, son de algún modo incorpóreos y no llegan a interferir en el transcurso del monólogo. El Otro en este caso se encuentra dentro mismo del narrador y, sin embargo, el viaje es el medio necesario para llegar a él:

"Yo me había convertido en un interior, y paseaba como por un interior; todo lo exterior se volvió sueño, lo hasta entonces comprendido, incomprensible. (...) Yo ya no era yo, era otro, y precisamente por eso, otra vez yo. A la dulce luz del amor, reconocí o creí deber reconocer que quizá el hombre interior sea el único que en verdad existe".

Unas páginas más adelante, el sol comenzará a caer y anunciará el silencioso fin. La necesidad de retorno se había anunciado desde las primeras páginas ("Todo esto lo escribiré después en una especie de fantasía que titularé El paseo"), de hecho, no existiría el viaje si no existiera desde el principio la posibilidad del retorno. Una vez de vuelta a casa, no obstante, empezará otro viaje, el de la escritura:

"Ha acabado consigo mismo cada vez que escribe la primera palabra y cuando ha formado la primera frase, ya no se conoce. Pienso que todo esto le honra..."
¿Desandando el camino?

2. La escritura de Walser

Si hay algo que llama la atención en las obras de Robert Walser, es sin duda la aparente falta de ambición, la ausencia de un argumento sólido, el rechazo (casi una huida) de la trascendencia y de la solemnidad. Sin todos estos elementos, se hace evidente que lo único que realmente interesaba a Walser era el mero ejercicio de la escritura. En palabras de Roberto Calasso:

"El texto tiene una vida autónoma que su autor no conoce: de eso, por los menos, Walser no ha dudado jamás. Pocos autores han conseguido borrarse con tanta perfección, encapsulados en sus propias palabras, dichosos de la propia invisibilidad; pocos autores han estado tan seguros de la autosuficiencia de la escritura..."

De una forma similar, los héroes de sus novelas muestran una atracción consciente y decidida por la servidumbre, quieren fundirse, desvanecerse, despojarse de su conciencia. Este sometimiento es en realidad un acto de libertad absoluta, por un lado porque están negando al otro el poder de someterlos; por otro, porque sacrificando su conciencia pueden tener alguna oportunidad de preservarla.

Si hacemos caso a lo que sabemos de Robert Walser, es evidente que su estado psíquico le hacía sufrir unos enormes altibajos anímicos. Su hipersensibilidad era capaz de llevarlo de una absoluta felicidad a la más honda depresión. Quizás la única forma de superar esta esclavitud era crear otra, parcial, controlada. Tal vez por este motivo Walser acabó conformándose con su encierro, porque la cadencia anestesiante del manicomio, las rutinas, las horas empleadas en labores de autómata le permitían disfrutar de un equilibrio que de otra forma no hubiera sido posible.

Como señala Claudio Magris en su estudio sobre Walser, "el Lied que resuena en El Paseo es la imposibilidad de vivir a causa de la enervante intensidad de la vida". Ante una realidad tan terriblemente abrumadora, es ridículo intentar superarla con la literatura o siquiera analizarla. Lo único que podemos hacer es callar o arrepentirnos de haber hablado:

"Tan pronto como pone su mano en la pluma, se apodera de él una actitud temeraria. Tiene la sensación de que todo está perdido; prorrumpe en un alud de palabras en el que cada frase tiene la única misión de hacer olvidar la anterior"
Esta sería la explicación, según Walter Benjamín, para entender las continuas rectificaciones e incluso reprimendas metaliterarias que inundan el relato, con la única excepción del interludio extático al que hacíamos referencia en el apartado anterior. Estos son algunos ejemplos:

"He de prohibirme del modo más estricto detenerme aunque no sean más de dos segundos con esta brasileña o lo que fuere; porque no puedo desperdiciar ni espacio ni tiempo"

"Por lo demás, se ruega humildemente al autor guardarse de burlas y sarcasmos, en realidad superfluos. Se le insta a mantenerse serio, y ojalá lo haya entendido de una vez por todas"

"Si alguien dice aún que soy un hombre desconsiderado, autoritario y prepotente que se lanza ciegamente contra las cosas, afirmo, es decir, me atrevo a esperar que tengo razón en afirmar, que la persona que tal dice yerra gravemente".

La humildad y la ausencia de cinismo, aunque en este caso formen parte de un juego, son también rasgos característicos de las obras de Walser. El deseo de no sobresalir, de vivir con moderación, de disfrutar de los placeres más cotidianos de la vida, convierten algunas frases de su obra en máximas de un moderno epicureismo: "Quien no sepa renunciar no llegará a ningún placer profundo", encontramos en el relato Un trocito de azúcar. No obstante, y pese al apabullante vitalismo de El paseo, se manifiesta en ciertos fragmentos una leve amargura, una sombra de decepción. Hay que tener en cuenta que el relato fue escrito ya de vuelta en Biel, cuando comenzaba a hacerse patente su escaso éxito editorial.

Por último, y aunque es fácilmente deducible de lo comentado con anterioridad, es evidente que Robert Walser fue uno de los primeros y, según Mark Harman, más radicales practicantes de lastream of conciousness. De hecho, El paseo fue publicada en 1917, tan sólo un año antes de queLittle Review comenzará a publicar las entregas del Ulises de Joyce, una de las obras paradigmáticas en cuanto al uso de la técnica del monólogo interior. En cuanto a Walser, uno de los más hilarantes ejemplos es el monólogo acerca del cartel de la hospedería con la que se cruza en el camino y que le inspira una larga reflexión acerca del más que probable esnobismo de sus dueños ("La gente que no es más que sencilla no nos es adecuada (...) La perspicacia que tenemos al respecto linda con la hechicería"). El final, por cierto, es totalmente walseriano:

"Quizás dos o tres lectores pongan un tanto en duda la veracidad de este cartel, diciéndose que no se puede creer una cosa así. Quizá se hayan dado repeticiones aquí y allá..."

3. Un escritor para escritores

Franz Kafka, Robert Musil, Herman Hesse, Thomas Mann, Walter Benjamín, Max Brod, Elias Canetti, Giorgio Agamben, Claudio Magris, Susan Sontag y Roberto Calasso. Estos son los nombres que aparecen en las contraportadas de las obras de Robert Walser. "Con unos lectores de esta altura", podríamos pensar, "Walser debe ser un escritor extraordinariamente reconocido". Sin embargo, no es así. La presencia de estos nombres deja patente que, ante el lector común, Walser aún necesita padrinos, el aval de un puñado de grandes nombres.

El mismo Walser, en uno de sus paseos con Carl Seelig, confiesa que su falta de instinto social, su empeño por actuar de espaldas a la sociedad, fueron los causantes de su fracaso editorial: "tenía condiciones para convertirme en una especie de vagabundo, y apenas me resistí a ello".

Trató durante años de vivir de la escritura, pero sólo lo consiguió durante breves períodos de tiempo, en especial a lo largo de su estancia en Berlín, donde escribió sus tres obras más conocidas: Los hermanos Tanner (1907), El ayudante (1908) y Jakob von Gunten (1909), así como gran cantidad de relatos, poemas y artículos periodísticos. En 1913, sin embargo, las dificultades económicas le obligaron a regresar a Suiza, desde donde siguió intentando que sus trabajos fueran publicados. Entre multitud de negativas, aparecen editados El paseo (1917) y La rosa (1925). El siguiente fragmento, extraído deEl paseo, sirve para entender la difícil situación que atravesaba Walser en esos años:

"He escrito libros que por desgracia no han gustado al público, y las consecuencias de ellos son angustiosas. (...) El vivo interés por las bellas letras se da de manera en extremo escasa, y la crítica implacable que todo el mundo cree poder ejercer y cultivar sobre nuestra obra constituye otra fuerte causa de daño y frena como una zapata la realización de cualquier modesto bienestar".

Finalmente, en 1928, recibe una carta del suplemento literario Berliner Tageblatt en la que le recomiendan no producir nada durante un semestre. Parece que este fue el desencadenante de una grave crisis que obligó a sus caseras de aquel entonces a alertar a su hermana. A punto de cruzar la puerta del sanatorio de Waldau, le pregunto: "¿Estaremos haciendo lo correcto?", a lo que ella respondió con un elocuente silencio. Seguramente la actitud de su hermana, así como los antecedentes familiares de trastornos nerviosos acabaron de convencer a Walser de lo adecuado de su internamiento, una decisión que no debe confundirse, como a menudo ocurre, con un internamiento voluntario. Quizás una de las que mejor hayan entendido la actitud de Walser sea Elfriede Jelinek:

"Robert Walser asumió el hecho de ser perdedor con un placer eufórico pues era tan inteligente como para saber que en la vida sólo se puede ser perdedor. Un debe soltar inmediatamente todo lo que tiene, no aferrarse a nada. Pero no quiero dar una imagen romántica de él, porque pasó treinta años recluido por la fuerza en un manicomio, algo terrible para un hombre con esa apertura al mundo, autor de delicado y magníficos poemas. Lo encerraron y dejó de hablar".

El día de Navidad de 1956, durante un solitario paseo, el cuerpo de Walser cayó sobre la nieve. A mí no me parece una muerte tan triste.


"¿Para qué recogía entonces las flores? "¿Recogía flores para depositarlas sobre mi desdicha?", me pregunté, y el ramo cayo de mis manos. Me había levantado para irme a casa; porque ya era tarde, y todo estaba oscuro."


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