¿Puedo acaso encontrarme si no hay nada qué descubrir en mí?
El que se niega a perderse, tampoco conseguirá encontrarse jamás. Así que quiero perderme.

lunes, 11 de junio de 2012

UNA ESPECIE DE DISCURSO





   
 
El diputado, como ejercía en los suburbios metropolitanos sus irresponsabilidades adornado todo de verde, acto seguido lanzaba miradas muy turbadas al techo, una consolación.
Sin duda hubiera sido un padre espléndido. Somos los últimos que ponemos en duda la cantidad de su nobles intenciones, de alguna manera dulces.

En sus días de juventud asentía levemente con despreocupada paciencia a los poetas que le eran presentados en su palco de la ópera.

En lo que concierne a su mujer, su primer error fue seguirlo fervorosamente en los caminos de sus usurpaciones, haciéndole así creer, taimadamente, que ella lo quería mucho. En segundo lugar, ella también estaba involucrada con su propio hermano, que nunca se daba por satisfecho, en sus solitarias escaladas, mientras las brisas matutinas susurraban a su alrededor, en una cumbre de tamaño medio.

Así que era más una hermana que una esposa y casi una egoísta más que una intérprete de sus realmente encantadores deberes. Por encima de todo, era una belleza y nunca, durante toda su vida, superó esa idea.

Ahora acerca de los hijos, que llevaban joyeros por los bosques nocturnos, como si eso fuera vital para ellos y su mundo.

Uno de ellos soñaba solo con desaparecer enteramente de la vista. Ha debido de leer excitantes historias a menudo. Como persona, además, no había nada más que decir de él. Así que lo descartaremos.

El segundo vivía, como un recluso, en una villa que una hiedra ocultadora había convertido casi en invisible.

La barba del habitante de esta casa de campo crecía cada hora, hasta que salió por la ventana, con lo que vio completada la tarea de su vida. Una creencia que le permitimos gustosamente.

El tercero encontró una razón para ser inconcebiblemente desprevenido a causa de una soprano, todo naturalmente tras la preciosa espalda de su madre, que tenía una manera de decir: «Mis hijos me desagradan».

La hacían sufrir, ella los hacía sufrir, y el patriarca sufría por su esposa, y los productos sufrían a causa de los productores. Esta familia, a la que muchas familias admiraban sin vacilación, presentaba una pomposa carencia.

Ninguna pluma puede describir los suspiros que lanzaban juntos.

Se cometía un disparate tras otro.

¿De qué vale el decorado más deslumbrante?

El padre no tenía reposo hasta que podía decir: «¡Una maldita cosa después de la otra!».

Todos los miembros de la familia anhelaban que los lloraran constantemente; las hijas encontraban a su profesor de idiomas fascinante.

Entretanto, un libro había tenido demasiadas ediciones, un libro que tenía la virtud de estar bien escrito. El libro tenía ritmo. La familia de la que estamos hablando también tenía ritmo. Había una isla mediterránea en él, donde las mejores oportunidades de percibir las realidades se alejaban como en un sueño.

Todavía hoy está ahí, testigo de la desgana de lavarse a uno mismo espiritualmente, de la forma adecuada.

Pero todos ellos llevaban ropa adecuada y eran virtuosos de la insatisfacción.

Y entonces puede que la que tenía la responsabilidad se adelantara y dijera a su hijo:

«¡Te ordeno que sufras!».

Él se rio de ella.

Ella dice: «¡Vete de mi vista!», pero desea en su interior que no obedezca, lucha penosamente con su compostura.

Ella se siente culpable e inocente.

Maldice la época que le ha tocado vivir.

«¡Cuéntame todo! ¡Justifícate!».

Él responde tranquilamente: «Todo eso desea quitarse los grilletes, despreciar lo que el mundo que te rodea te impone, ¿no es eso lo que me estás metiendo? Lo que me prohíbes hacer, deberías prohibírtelo a ti misma también», y suavemente añade: «¡Desenfrenada mujer!».

Tras lo cual tuvo una discusión con su marido. Si tuviera ganas de hablar repetiría los reproches que ella le dijo a él.

Sus palabras le golpearon la cara.

Él pensó que era muy noble escucharla respetuosamente.

Pero su compasión fue un martirio para ella. Quizás se pueda decir que el tacto es el punto desde el que la impotencia se difunde más y más hacia el mundo masculino. La defensa hasta las últimas no parece ser acertada. Si un hombre perspicaz, si es conciliador, cede, es sumiso, los lazos no se desgarran, por supuesto, pero aún penden de él, más como hilos, quiero decir en lo que concierne al orden, y las mujeres no han ganado nada, si uno las deja ganar, aunque ellas se digan a sí mismas otra cosa. Así que él siempre la esquivaba, educadamente.

Una respuesta imprudente la hubiera herido.

Juntos, al huir el uno del otro, envenenaban el ambiente.

¿En qué clase de gente pienso, cuando digo esto?

¿En mí, en ti, en todas nuestras pequeñas y teatrales dominaciones, de las libertades que no son tales, de las no libertades que no se toman en serio, en estos destructores que no dejan pasar la oportunidad de hacer una broma, en la gente que está desconsolada?

Bien, podríamos ir de persona en persona, dejando que cada una dijera algo nuevo, nuevo pero también viejo.

Puesto que constantemente se repetían. Cada una tenía su propia clase de idea fija.

Y, en los teatros, se representaban obras que cansaban las almas de los espectadores, los hacían rebeldes y perversos, sumisos y ansiosos de la guerra.

¿Debería uno hablar claro o permanecer en silencio?




                                                         

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