¿Puedo acaso encontrarme si no hay nada qué descubrir en mí?
El que se niega a perderse, tampoco conseguirá encontrarse jamás. Así que quiero perderme.

miércoles, 1 de agosto de 2012

UN ARTISTA DE LA OBEDIENCIA

Luis Yslas Prado



Los que obedecen suelen ser una copia exacta de los que mandan.

Jakob von Gunten, de Robert Walser

En la pasada feria de la lectura de Altamira compré Jakob von Gunten, editado por Alfaguara y traducido por Juan J. del Solar. Lo hallé medio escondido en un stand de libros usados, y lo tomé entre mis manos con el entusiasmo de quien da por fin con una obra largamente esperada. Desde hacía años, o para ser más exacto, desde que devoré las páginas de Bartleby y compañía de Enrique Vila-Matas, había querido leer algún texto de Robert Walser, ese extraño escritor suizo cuya máxima aspiración en la vida era ser “un cero a la izquierda”.

En efecto, Walser pertenece a esa singular casta de artistas que Vila-Matas ha calificado como bartlebys; esto es: “seres en los que habita una profunda negación del mundo”. Rimbaud, Rulfo, Salinger, Hofmannsthal, Hölderlin y el propio Walser, entre otros, conformarían esa galería de “raros” que por alguna misteriosa razón, o acaso por un desasosiego existencial sin fondo, renuncian a la literatura, o hacen de ella un territorio para esbozar lo inacabado, para borronear el abandono. Artistas que ante el llamado –exterior o interior– a escribir, sólo atinan a responder entre murmullos que, como el célebre Bartleby del cuento de Melville, “preferirían no hacerlo”.

Robert Walser nació en Biel (Suiza) en 1878. Entre Zurich y Berlín desempeñó varios oficios, entre ellos, uno para el cual se preparó en su juventud: el de servicio doméstico. Publicó narraciones breves y poemas que fueron durante mucho tiempo olvidados, y fue admirado por Franz Kafka –ese otro bartleby de la lengua alemana–, quien consideraba a Walser un genio literario. Éste, sin embargo, dudó siempre no sólo del valor de su escritura, sino de su propia existencia. Procuró vivir bajo perfil, en la mayor nulidad posible, e incluso los últimos 28 años de su vida permaneció recluido en instituciones psiquiátricas, a las que ingresó voluntariamente, apertrechado en un silencio que era también su forma más radical de negación. Su renuncia es acaso una de las más drásticas de la literatura, sólo comparable con la de Hölderlin, quien también fue silenciado tanto por la locura como por el síndrome bartleby. “Robert Walser –apunta Vila-Matas– amaba la vanidad, el fuego del verano y los botines femeninos, las casas iluminadas por el sol y las banderas ondeantes al viento. Pero la vanidad que él amaba nada tenía que ver con la ambición del éxito personal, sino con ese tipo de vanidad que es una tierna exhibición de lo mínimo y de lo fugaz. No podía estar Walser más lejos de los climas de altura, allí donde impera la fuerza y el prestigio: ‘Y si alguna vez una ola me levantase y me llevase hacia lo alto, allí donde impera la fuerza y el prestigio, haría pedazos las circunstancias que me han favorecido y me arrojaría yo mismo abajo, a las ínfimas e insignificantes tinieblas. Sólo en las regiones inferiores consigo respirar”. Esa respiración de Walser, que resistió durante casi tres décadas en los sombríos laberintos del manicomio, cesó el día de Navidad de 1956, en su tierra natal, mientras paseaba por la nieve.

Jakob von Gunten, publicada en 1909, es la primera obra que leo de Walser. Su protagonista narra la historia de su ingreso a una escuela de servicio doméstico en la que sus condiscípulos son entrenados para obedecer. “Aquí se aprende muy poco –se lee en el primer párrafo–, falta personal docente y nosotros, los muchachos del Instituto Benjamenta, jamás llegaremos a nada; es decir, que el día de mañana seremos todos gente muy modesta y subordinada”. El director, M. Benjamenta, ejerce una poderosa influencia entre los alumnos, a pesar del modo despótico con el que impone el orden. Los profesores son escasos, o padecen una extraña abulia que les impide enseñar. Las clases se suceden en un ambiente sombrío, bajo una metodología mediocre. Los alumnos más destacados no son los más creativos, sino los que han logrado hacer de la mansedumbre su mayor singularidad. Son evidentes las correspondencias entre esta historia y la propia vida de Walser, quien no sólo asistió a una escuela muy parecida a la del relato, sino que trabajó como mayordomo en una mansión a orillas del lago de Zurich. De manera que el personaje Jakob von Gunten es la voz por la que Walser cuenta una historia mordaz que es a un tiempo una recreación de sus días de estudiante, y un anticipo, en clave ficticia, de los años de sumisión y miseria que azotarían a Europa durante la I y II Guerra Mundial.

“Sé perfectamente lo que es un alumno del Instituto Benjamenta, de esto no me cabe duda –afirma el joven Jakob–. Un alumno semejante no es otra cosa que un magnífico y redondo cero a la izquierda”. Y en ceros a la izquierda, precisamente, quisieron convertir a súbditos y enemigos tanto el fascismo como el nazismo. De modo que la renuncia escritural y existencial de Walser, y hasta su repentina locura, no sólo resultan premonitorias a la luz de lo que ocurriría años después en la historia europea, sino que ofrecen una respuesta irónicamente desoladora a la pregunta sobre el sentido del ser humano dentro de un contexto autoritario. El Instituto Benjamenta puede verse entonces como un ambiente falaz en donde la sumisión y el fracaso parecieran ser los atributos del verdadero reino de los hombres.

Pero también, ya más acá en el tiempo y la geografía, el Instituto Benjamenta no ha dejado de impartir su cátedra de obediencia. Todavía es posible ver la multiplicación de ceros a la izquierda –pero sin el talento de los bartlebys artistas– que incluso llegan a dirigir la nación, según sus más bajos intereses. En ese sentido –terrible sentido– la obra de Walser aún resuena con vigencia, a pesar de su renuncia, o acaso gracias a ella, en estos días de sometimientos y derrotas.




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