J. M. Coetzee
El día de navidad de 1956, la policía de la ciudad de Herisau, al este de Suiza, recibió un llamado: un grupo niños se había topado con el cadáver de un hombre, muerto por el frío, en un campo cubierto de nieve. Al llegar a la escena, la policía tomó fotografías y removió el cuerpo.
El hombre muerto fue identificado fácilmente: era Robert Walser, de 78 años, extraviado de un hospital psiquiátrico. En sus tempranos años, Walser se había ganado cierta reputación en Suiza y en Alemania como escritor. Algunos de sus libros todavía estaban en la imprenta, entre ellos había una biografía de él. Pasar un cuarto de siglo en instituciones mentales, había secado su escritura. Las largas caminatas por el campo, como en la que murió, habían sido su principal esparcimiento.
La fotografías de la policía mostraban a un anciano en sobretodo y botas tirado en la nieve, sus ojos abiertos, su mandíbula floja. Estas fotografías han sido ampliamente (y descaradamente) reproducidas en la literatura crítica sobre Walser que ha florecido en la década de 1960.
La supuesta locura de Walser, su solitaria muerte y el descubrimiento posmórten de sus escritos secretos, fueron los pilares en los cuales se basó su legendaria leyenda como un genio escandalosamente descuidado. Inclusive el repentino interés en Walser se convirtió parte del escándalo. “Me pregunto a mí mismo -escribió el novelista Elías Canetti en 1973- si entre aquellos que construyen su pausada, segura y muerta vida académica regular o un escritor que ha vivido en la miseria y en la desesperación hay uno que se avergüence de sí mismo”.
Robert Walser nació en 1878 en un cantón de Berna, fue el séptimo de ocho niños. Su padre se formó como encuadernador de libros y tenía una tienda de papelería y accesorios. A los 14 años, Robert fue sacado de la escuela y puesto como aprendiz en un banco, donde realizó sus tareas administrativas de manera ejemplar. Pero, poseído por su sueño de convertirse en actor, huyó a Stuttgart. Su única audición resultó un humillante fracaso: fue descartado por duro e inexpresivo. Abandonando los escenarios, Walser decidió convertirse en un “poeta de buena voluntad”. Pasando de trabajo en trabajo, escribió poemas, bocetos, obras de teatro en prosa y pequeños versos, no sin éxito. Pronto fue tomado por Ingel Verlar, editor de Rilke y Hofmannsthal, quien publicó su primer libro.
En 1905, en un intento de avanzar en su carrera, siguió a su hermano mayor, un exitoso ilustrador de libros y diseñador de escenarios, a Berlín. Allí, se inscribió en una escuela para sirvientes y trabajó un tiempo como mayordomo en una casa de campo (usaba uniforme y respondía al nombre de Monsieur Robert). No pasó mucho tiempo hasta que descubrió que él podía sostenerse a sí mismo mediante su escritura. Colaboró con prestigiosas revistas literarias y fue aceptado en círculos artísticos serios. Pero nunca estuvo cómodo en el rol de un intelectual metropolitano, después de unos tragos tendía a convertirse en un rudo y agresivo provinciano. Gradualmente se fue retirando de la sociedad hacia una solitaria y fructífera vida en las afueras. En ese contexto escribió cuatro novelas, de las cuales tres han sobrevivido: The Tanner Children (1906), The Factotum (1908) y Jakob von Gunten. Todo lo que escribió fue extraído del material de su propia experiencia de vida; pero en el caso de Jakob von Gunten, la más conocida de estas tempranas novelas, esa experiencia es maravillosamente transmutada.
“Uno aprende muy poco aquí”, observa un joven Jakob von Gunten, después de su primer día en el Instituto Benjamenta, donde se inscribió como estudiante. Los maestros yacen a su alrededor como muertos. Hay solamente un libro de texto: “¿A qué aspiran los chicos de la escuela Benjamenta?” y una sola lección: “Como un chico debería comportarse”. Toda la enseñanza es realizada por la señorita Lisa Benjamenta, hermana del director. El señor Benjamenta se sienta en la oficina y cuenta su dinero, como un ogro en un cuento de hadas, la escuela es una especie de estafa.
Sin embargo, después de haber escapado a la gran ciudad (sin nombre, pero está claro que es Berlín) a lo que él llama “una metrópolis muy, muy pequeña”, Jakob no tiene ninguna intención de renunciar. No le importa usar el uniforme de Benjamenta, sino que entra en contacto con sus compañeros y, además, tomar los ascensores del centro le da una emoción que lo hace sentir bien a un niño de su época.
Jacob von Gunten pretende ser el diario que Jakob mantiene durante su estancia en el Instituto. Se compone principalmente de sus reflexiones sobre la educación, una educación en humildad y en los extraños hermano y hermana que la ofrecen. La humildad enseñada por los Benjamentas no es de la variedad religiosa. Sus graduados aspiran a ser hombres de servicio o mayordomos, no santos. Pero Jakob es un caso especial, es un alumno al cual las lecciones de humildad le llegan de una manera profunda. “¡Cuán afortunado soy “, él escribe, “al no ser capaz de ver en mí mismo algo digno de respetar y ver! Ser pequeño y quedarme pequeño”.
Los Benjamentas son un misterio y, a primera vista, un par prohibido. Jakob se propone la tarea de penetrar en su misterio. No los trata no con respeto, sino con la atrevida confianza de un niño acostumbrado a que se perdone cualquier travesura porque es simpático, lo que mezcla descaro con una evidente falsa autodegradación, que se mofa de su falta de sinceridad, seguro de que la franqueza desarmará toda crítica, pero sin preocuparse realmente si no lo hace.
La palabra con la que se autocalificaría, con la que le gustaría que el mundo lo calificara, es diablillo. Un diablillo es un espíritu travieso; un diablillo también es menos que un diablo.
Pronto Jakob comenzó a ganar preponderancia sobre los Benjamenta. La señorita Benjamenta insinúa que le gusta, él simula no entender. Ella le revela que lo que siente es quizá más que cariño, quizá sea amor; Jakob responde con un extenso y evasivo discurso repleto de sentimientos respetuosos. Frustrada, la señorita Benjamenta se va suspirando y muere.
El señor Benjamenta inicialmente es hostil Jakob, es manejado hasta el punto de rogarle al niño para que sea su amigo, abondone sus planes y vaya a dar vueltas por el mundo con él. En un princio, Jakob se rehúsa: “Pero, cómo voy a comer, director. Es su deber encontrarme un trabajo decente. Todo lo que quiero es un trabajo”. Inclusive, en la última página de su diario, él anuncia que está cambiando de idea: va a tirar su pluma y partir hacia tierras salvajes junto con el señor Benjamenta (a lo que uno sólo puede responder Dios salve al señor Benjamenta)
Como personaje literario, Jakob von Gunten no tiene precedente. En el placer que él tiene en extraerse de sí mismo, tiene algo del Underground Man (Memorias del subsuelo) de Dostoevsky y, detrás de él, de Confessions (Confesiones) de Jean-Jacques Rosseau. Pero, como señaló el primer traductor francés de Walser, Marthe Robert, hay también en Jakob algo del héroe del cuento tradicional alemán, algo del muchacho que entra al castillo del gigante y triunfa a pesar de todos los obstáculos. Franz Kafka, al principio de su carrera, admiraba el trabajo de Walser (Max Brod recuerda con qué deleite leía a Kafka en voz alta los sketches humorísticos de Walser).
En Kafka también se encuentran ecos de la prosa de Walser, con su lúcido diseño sintáctico, sus yuxtaposiciones casuales elevadas con lo banal, y su lógica extrañamente convincente de la paradoja, aquí está Jakob en estado de ánimo reflexivo:
Nosotros usamos uniformes. Ahora, usar uniformes al mismo tiempo nos humilla y nos exalta. Lucimos como gente sin libertad, y eso es posiblemente una desgracia, pero también lucimos agradables con nuestros uniformes y eso nos separa de la profunda desgracia de aquellas personas que caminan alrededor con su propia ropa, pero rodeados de sucias. Para mí, por ejemplo, usar uniforme es muy placentero porque antes nunca sabía qué ropa ponerme. Pero en éstas, también soy un misterio para mí mismo por el momento.
¿Cuál es el misterio de Jakob? Walter Benjamin escribió un artículo sobre Walser que resulta más llamativo por estar basado en un muy incompleto conocimiento sobres sus escritos. “La gente de Walser -sugiere Benjamin- son como personajes de cuentos de hadas cuando éstos llegan a su fin, personajes que ahora tienen que vivir en el mundo real. Hay algo de lacerante, inhumano, e infaliblemente superficial acerca de ellos, como si al haber sido rescatados de la locura (o de un hechizo), deben andar con cuidado por temor a caer en ella”.
Jakob es un ser tan extraño y el aire que respira en el instituto Benjamenta es tan raro, tan cerca de lo alegórico que es difícil pensar en él como representante de cualquier elemento de la sociedad. Sin embargo, el cinismo sobre la civilización y sobre los valores en general, su desprecio por la vida de la mente, sus creencias simplistas acerca de cómo el mundo realmente funciona (que está dirigido por las grandes empresas que explotan a los hombres pequeños), su elevada obediencia a la más altas de las virtudes, su predisposición a aguardar el momento oportuno, esperando la llamada del destino, su pretensión de ser descendiente de nobles antepasados guerreros, así como su gusto por el ambiente masculino de la escuela y su deleite por las bromas maliciosas, todas estas características, tomadas en conjunto, apuntan proféticamente hacia el pequeño burgués tipo que, en tiempos de gran confusión social, encontraría a las camisas pardas de Hitler muy atractivas.
Walser no era abiertamente un escritor político. Sin embargo, su compromiso emocional con la clase de la que él venía, la clase de los comerciantes, empleados y maestros, era profundo. Berlín le ofreció una clara oportunidad para escapar de sus orígenes sociales, tal como lo hizo su hermano. Pero él rechazó esa oferta, escogiendo en su lugar regresar a los brazos de la Suiza provincial. Aún así, nunca perdió de vista, nunca se permitió perder de vista, las tendencias liberales conformistas de su clase, la intolerancia de gente como él mismo, soñadores y vagabundos.
En 1913 Walser dejó Berlín y volvió a Suiza, “un autor ridículo y sin éxito” (según sus propias disparatadas palabras). Tomó una habitación en un hotel en la ciudad industrial de Biel, cerca de su hermana, y por los siguientes siete años se ganaba la vida precariamente colaborando en folletines literarios y vendiendo sketches a los diarios. Para el resto se fue a caminatas largas por el país y cumplió sus obligaciones en la Guardia Nacional. En las colecciones de su poesía y de su prosa corta, que continúan apareciendo, se volvió más y más al paisaje suizo social y natural. Escribió dos novelas más. El manuscrito de la primera, Theodor, fue perdido por sus editores; la segunda, Tobold, fue destruida por el propio Walser.
Después de la Segunda Guerra Mundial, el gusto entre el público por el tipo de escritura en la que Walser había confiado como ingreso, empezó a desaparecer. Perdió el contacto con sus conocidos en la amplia sociedad alemana; en cuanto a Suiza, el público lector era muy pequeño como para sostener una corporación de escritores. A pesar de que él se enorgullecía de su frugalidad, tuvo que cerrar lo que llamó “su pequeño taller de pedazos de prosa”. Comenzó a sentirse más y más oprimido por la mirada reprobadora de sus vecinos, por la demanda de respetabilidad. Se mudó a Berna, a un puesto en el archivo nacional, pero a los pocos meses fue despedido por insubordinación. Fue de alojamiento en alojamiento, bebía mucho. Sufrió de insomnio, oía voces imaginarias, tenía pesadillas y ataques de ansiedad. Intentó suicidarse, fallando, porque como él admitió con total franqueza “ni siquiera pude hacer un lazo apropiado”.
Era claro que Walser ya no podía vivir solo. Su familia estaba contaminada: su madre había sido una depresiva crónica, uno de sus hermanos se había suicidado, otro había muerto en un hospital psiquiátrico. Se sugirió que su hermana lo había aceptado, pero ella no quiso. Entonces Walser aceptó ser internado en un sanatorio en Waldau. “Considerablemente deprimido y severamente inhibido”, decía el reporte médico inicial. “Respondió evasivamente a las preguntas sobre estar enfermo de la vida”.
En evaluaciones posteriores, los doctores de Walser no se ponían de acuerdo acerca de qué, o si algo, estaba mal en él. Inclusive le insistieron para que tratara de vivir afuera nuevamente. Sin embargo, los cimientos de la rutina institucional pareció tornarse indispensable para él y eligió quedarse. En 1933 su familia lo transfirió a un asilo en Herisau, donde tenía derecho a asistencia social. Allí ocupó su tiempo en tareas como pegar bolsas de papel y clasificar frijoles. Permaneció en total dominio de sus facultades, seguía leyendo los diarios y revistas populares; pero, después de 1932, no escribió. “No estoy aquí para escribir, estoy aquí para estar loco”, le dijo a un visitante. Aparte, decía, el tiempo de los literatos había terminado. (Recientemente, un miembro del staff de Herisau declaró haver visto a Walser en trabajo de escritura. Aunque esto sea cierto, no sobrevivió ningún rastro de escritura post 1932).
Ser un escritor fue difícil para Walser en el más elemental de los niveles. No usaba una máquina de escribir, escribía a mano con una letra muy clara y bien formada de la que él se enorgullecía. Los manuscritos que han sobrevivido son modelos de caligrafía. La escritura a mano fue uno de los puntos en que los trastornos psiquiátricos se manifestaron primero. En algún momento durante sus treinta comenzó a sufrir calambres psicosomáticos en su mano derecha que él atribuyó a una animosidad inconciente hacia la lapicera como herramienta. Fue capaz de superar esos trances sólo dejando la lapicera y cambiándola por un lápiz.
El uso del lápiz fue lo suficientemente importante para Walser como para llamarlo “su sistema del lápiz” o “su metódo del lápiz”. Lo que él no menciona es que cuando cambiaba a escribir con lápiz radicalmente cambiaba su escritura. A su muerte dejó alrededor de quinientas páginas de papel cubiertas con una microscópica letra en lápiz, tan difícil de leer que su testamentario en un principio pensó que se trataba de un diario escrito en un código secreto. En realidad, Walser no mantenía ningún diario. Tampoco su letra era un código: es simplemente escritura a mano con tantas abreviaciones idiosincráticas que, inclusive para los editores familiarizados con ellas, el desciframiento no siempre es posible. Es en borradores escritos a lápiz como han llegado a nosotros sus últimos trabajos, incluyendo su última novela, The Robber (El ladrón) (24 páginas de letra microscópica, 141 páginas impresas).
Más interesante que la letra en sí misma, es la cuestión de lo que el “método del lápiz” hizo posible para Walser como escritor, algo que la lapicera no pudo proveerle (siguió usando lapicera para copias en limpio así como también para correspondencias). La respuesta parece ser que, tal como un artista con un palo de carbón entre sus dedos, Walser necesitaba tener un movimiento de mano rítmico y constante antes de que pudiera caer en un estado de ánimo en el que la ensoñación, la composición y el flujo de la propia herramienta de escritura se convirtiera en una misma cosa. En un artículo titulado “Boceto en Lápiz” de 1926-1927, menciona la “felicidad excepcional” que el método del lápiz le permitió tener. “Me calma y me alegra”, dijo en alguna parte. Los textos de Walser no están dirigidos ni por la lógica ni por la narrativa, sino por estados de ánimo, fantasías y asociaciones: en temperamento él es menos un pensador o un contador de historias que un ensayista. El lápiz y la auto inventada letra estenográfica permitieron el decisivo, ininterrumpido y todavía fantasioso movimiento de mano que se volvió indispensable para su ánimo creativo.
El más extenso de los últimos trabajos de Walser es The Robber (El ladrón), escrito en 1925-1926, pero descifrado y publicado sólo en 1972. La historia es liviana al punto de ser insubstancial. Trata de los enredos sentimentales de un hombre de mediana edad conocido simplemente como “el ladrón”, un hombre que no tiene trabajo pero se las arregla para vivir al margen de la sociedad educada de Berna sobre la base de una modesta herencia.
Entre las mujeres, el ladrón tímidamente persigue a una camarera llamada Edith; entre las mujeres que lo persiguen a él están caseras variadas que lo desean tanto para sus hijas como para ellas mismas. La acción termina en una escena en la que “el ladrón” asciende al púlpito y, ante una gran audiencia, reprocha a Edith por preferir a un rival mediocre antes que a él. Indignada. Edith dispara un revólver hiriéndolo levemente. Hay una oleada de chismes alegres. Cuando el polvo se asiente, el ladrón estará colaborando con un escritor profesional para contarle su versión de la historia.
¿Porqué The Robber (El ladrón) como nombre para este tímido galán? La palabra es una indirecta, por supuesto, al primer nombre de Walser. La portada de la traducción de la University of Nebraska Press brinda una pista más. Reproduce una acuarela hecha por Karl Walser sobre su hermano Robert, de 15 años, vestido como su héroe favorito, Karl Moor, en el drama de Schiller Los Ladrones. El ladrón de tiempos modernos del cuento de Walser no es, por desgracia, ningún héroe. Un ratero y plagiario, en lugar de un bandido, que roba más que nada el afecto de las muchachas y las fórmulas de la ficción popular.
Detrás del Robert ladrón (a quien en adelante llamaremos R) se esconde una oscura figura, el autor nominal del libro, por el cual R es tratado ahora como un protegido, como un rival y como un simple títere para ser cambiado de lugar de situación en situación. Él es crítico de R (por el mal manejo de sus finanzas, por pasar tiempo con chicas de la clase obrera y, en general, por ser un ladrón de día o holgazán, en lugar de un buen suizo), aún así, confiesa, tiene que mantener su ingenio para no confundirse con R. En carácter él se parece mucho a R, burlándose de sí mismo, incluso mientras juega con sus rutinas sociales. De vez en cuando, el autor tiene una oleada de ansiedad sobre el libro que está escribiendo, sobre su lento progreso, la trivialidad de su contenido, la vacuidad de su héroe.
Fundamentalmente, The Robber (El ladrón) no es nada más ni nada menos que la aventura de su propia escritura. Su encanto reside en sus giros inesperados de dirección, en su tratamiento con delicadeza irónica de las fórmulas de juego amatorio, y su explotación flexible e inventiva de los recursos del alemán. Su autor, aturdido por la multiplicidad de hilos narrativos, de repente tiene que manejar, ahora que el lápiz en la mano se está moviendo, una reminiscencia, sobre todo, de Laurence Sterne, el lado suave, sin las miradas lascivas y los dobles sentidos.
El efecto de distanciamiento permitido por un estilo en el cual los sentimientos están cubiertos por un liviano tono de parodia, permite a Walser escribir, una y otra vez, sobre su propia indefensión en los márgenes de la sociedad suiza:
Estaba siempre solo como un pequeño corderito perdido. La gente lo perseguía para ayudarlo a aprender cómo vivir. Daba una impresión tan vulnerable. Se asemejaba a la hoja que un niño derriba de su rama con un palo porque su singularidad la hace llamar la atención. En otras palabras, él invitaba a la persecución.
Como Walser remarcaba, con igual ironía pero en propia persona, en una carta del mismo período: “En momentos siento que me comen vivo, es decir, parte o totalmente consumido por el amor, preocupación e interés de mis excelentes compatriotas”.
The Robber (El ladrón) no estaba preparado para ser publicado. De hecho en ninguna de sus muchas conversaciones con su amigo y benefactor durante sus años de asilo, Carl Seeling, Walser no mencionó mucho su existencia, aún así uno debe ser cuidadoso acerca de tomarlo como autobiográfico. R representa sólo un lado de Walser. Sin embargo, hay referencias de voces persecutorias, y aunque R sufre de delirios de referencia (sospecha significados escondidos, por ejemplo, en la forma en que hombres se suenan la nariz en su presencia), la propia melancolía de Walser, su lado autodestructivo es firmemente mantenido fuera de la imagen.
En un episodio importante R visita a un doctor y con un gran candor describe sus problemas sexuales. Él nunca sintió la urgencia de pasar noches con mujeres, aún así tiene “horribles reservas de potencial amoroso, tanto, que cada vez que salgo a la calle, inmediatamente comienzo a enamorarme”. La única estratagema que le brinda felicidad es imaginarse historias sobre él mismo y su objeto erótico, en las cuales él es “el subordinado, obediente, sacrificado y analizado acompañante”. Algunas veces, de hecho, él siente que es realmente una chica. Pero al mismo tiempo hay algo de muchacho adentro de él, un chico travieso. La respuesta del doctor es eminentemente sabia. “Usted parece conocerse muy bien a sí mismo -dice-. No intente cambiar”.
En otro pasaje memorable, Walser simplemente deja fluir el lápiz (permite que la censura dormite) como si se guiara de los placeres de una vida femenina imaginaria a un rico intercambio erótico de la experiencia de los amantes de la ópera, para quienes el gozo de derramar amor en una canción y la felicidad del amor en sí mismo son uno e iguales.
Jakob von Gunten es traducido (del alemán al inglés) de manera ejemplar por Christopher Middleton, un estudiante pionero de Walser y uno de los grandes mediadores entre la literatura alemana y el mundo de habla inglés de nuestros tiempos. En el caso de The Robber (El ladrón), Susan Bernofsky, levanta espléndidamente el desafío de lo último de Walser, particularmente su juego de formaciones compuestas con las que el alemán es tan considerado.
En un ensayo publicado en 1994, Bernofsky describe algunos de los problemas que Walser presenta para el traductor. Uno de sus pasages más ilustrativos es el siguiente:
Se sentó en el jardín anteriormente mencionado, entrelazado por lianas, “enmariposado” por melodías, y absorto en su amor por la más bella joven aristócrata que bajó de los cielos del refugio de sus padres al ojo público para así, con su encanto, darle al corazón del ladrón una puñalada fatal.
Bernofsky ingenuamente acuña la palabra “enmariposado” (embutterflied) y sus inventivas para posponer el golpe en el última palabra, son admirables. Pero la oración también ilustra uno de los acuciantes problemas de los textos microscópicos de Walser. La palabra traducida aquí como “aristócrata” (herrentochter en alemán), es descifrada por otro editor de Walser como “saaltochter”, que significa “mesera” en suizo-alemán. (La mujer en cuestión, Edith, es ciertamente una mesera y no una aristócrata). Entonces, ¿la versión de quién aceptamos?
Walser escribió en un alemán elevado (Hochdeutsch), el lenguaje que los niños suizos aprenden en la escuela. El alemán elevado se diferencia no solamente en una multitud de detalles linguísticos, sino también en el mismo temperamento del suizo-germano que es el lenguaje de hogar de tres cuartos de ciudadanos suizos. Escribir en alemán elavado era prácticamente la única opción posible para Walser, adoptando así, inevitablemente. Una postura de aprendizaje y refinamiento social, una postura en la que él no estaba cómodo. A pesar de que tenía poco tiempo para la literatura regional suiza (Heimatliteratur) dedicada a reproducir el folcklore helvético y a celebrar agonizantes costumbres, Walser lo hizo, después de su regreso a Suiza, deliberadamente comenzó a introducir suizo-alemán a su escritura para así sonar más suizo.
La coexistencia de dos versiones del mismo lenguaje en el mismo espacio social es un fenómeno sin analogía en el mundo metropolitano de habla inglés, y uno que crea inmensos problemas para el traductor de inglés. La respuesta de Bernofsky al auto llamado dialecto de Walser, que comprende no sólo una frase o palabra rara, sino algo más difícil de definir que es el tono suizo de su lenguaje, es no hacer ningún intento por reproducirlo: traducir sus momentos suizos-germanos evocando algún otro dialecto social o regional inglés no lleva a nada, dice ella, salvo a la falsificación cultural.
Tanto Middleton y Bernofsky escriben introducciones informativas de sus traducciones; sin embargo, Middleton está desactualizado en la fecha de escolaridad de Walser. Ninguno de los dos opta por brindar notas explicativas. La ausencia de notas se hará sentir particularmente en The Robber (El ladrón), que está salpicado de referencias literarias, incluidas los orígenes oscuros de la literatura suiza.
The Robber (El ladrón) es casi contemporáneo en composición con el Ulises de Joyce y con los últimos volúmenes de En busca del tiempo perdido de Proust. Haber sido publicada en 1926 quizás afectó el curso de la literatura alemana moderna, abriendo e inclusive legitimando como un sujeto de las aventuras de la escritura (o del sueño) a sí mismo y a la línea serpenteante de tinta (o lápiz) que surge debajo de la mano que escribe. El proyecto de reunir los escritos de Walser fue iniciado antes de su muerte, sólo fue después de ésta que los primeros volúmenes empezaron a aparecer en 1966, y después de haber sido notado por lectores de Inglaterra y Francia ganó amplia atención en Alemania. Él se siente más cómodo en el formato de ficción corta: historias como “Kleist in thun” (1913) y “Helbling’s Story” (1914) lo muestran en su momento más deslumbrante. Su tranquila y, a su manera, angustiosa vida fue su único y verdadero tema. Todas sus prosas, sugiere él en retrospectiva, deberían ser leídas como capítulos de una historia “real, larga y sin argumento”.
¿Walser fue un gran escritor? Si uno se resiste a llamarlo grande, dijo Canetti, eso es sólo porque nada podía ser más ajeno a él que la grandeza. En uno de sus últimos poemas Walser escribió:
No desearía a nadie ser yo.
Sólo yo soy capaz de soportarme a mí mismo.
Saber tanto, haber visto tanto y,
Decir nada acerca de nada.
Qué interesante autor es Walser, y muy completo todo el material. Gracias
ResponderEliminar