Francisco Machuca
La vida de Robert Walser (1878-1956) es una de las más apasionantes tragedias de la literatura del siglo XX. Autodidacta, errante, finísimo estilista de la lengua alemana y provisto de una mirada capaz de destripar la realidad con la más suave ironía secreta de su estilo y su premonitoria intuición de que la estupidez iba a avanzar ya imparablemente en el mundo occidental. Fue el más solitario de los escritores solitarios. Sólo estuvo unido al mundo de la forma más fugaz. En ninguna parte pudo estrablecerse, nunca tuvo la más mínima posesión. No tuvo casa jamás, ni una vivienda duradera, ni un solo mueble y, en su guardarropa, en el mejor de los casos, un traje bueno y otro menos bueno. De lo que necesita un escritor para ejercer su oficio no tenía casi nada que pudiera llamar propio. No poseía libros, ni siquiera los que él mismo había escrito. Los que leía eran casi siempre prestados. Hasta el papel de escribir del que se servía era de segunda mano. Papeles de distinto formato densamente cubiertos de una letra minúscula, escritas a lápiz e ilegibles a primera vista. Llevaron más de quince años a ser descifrados letra a letra y poniendo fin al desconcierto una colección de textos de incalculable valor literario lo que en un principio parecía fruto de la locura del autor suizo. Walser llegó a reconocer en una carta que había empezado a utilizar el lápiz para liberarse del "tedio de la pluma", que lo había asumido en un "decaimiento que, por así decir, se reflejaba en la escritura a mano, en la disolución de la misma." Toda su vida vivió sin posesiones materiales, también permaneció apartado de los hombres. "Soy una entidad perdida y olvidada en la inmensidad de la vida".
Sus relatos fragmentarios y novelas embrionarias atraviesan como personas soñadas de noche, no se inscriben en ningún registro, y se van, inmediatamente después de llegar para no ser vistas nunca más. Walser es un miniaturista que promulga las reivindicaciones de lo antiheróico, lo limitado, lo humilde, lo pequeño; como si respondiera a su punzante sentimiento por lo interminable. El anonimato y fugacidad de sus personajes, la falta de hogar, lo horriblemente provisional de sus existencias, su prismático cambio de talante, el pánico, el sombrío humor, impregnado de un negro dolor de corazón. La existencia humana en general consiste en su total superfluidad. Walter Benjamín dijo acerca de él: "Podría decirse que al escribir se ausenta.
Walser sentía el gusto por el paseo y la divagación, la pasión por los detalles y lo efímero, la dificultad de no ser nadie o la absurdidad del amor. Siempre, en todos sus trabajos en prosa, quiere remontarse sobre la pesada vida terrestre, desaparecer suavemente y sin ruido hacia un reino más libre. En una de sus mejores novelas, Jakob van Gunten, leemos: "Las fatigas, los groseros esfuerzos que se precisan para alcanzar en este mundo honores y famas no están hechos para mi." En el fondo del arte de Walser hay un rechazo al poder, a la denominación: "Soy común, es decir, nadie", afirma el personaje característico de Walser. En Días de flores, evoca la raza de "la gente extraña, que carece de carácter", que no quiere hacer nada. El "yo" recurrente de la prosa de Walser es el opuesto al del egoísta: es el de alguien que "se ahoga en la obediencia". Se conoce la repugnancia que Walser sentía por el éxito; el prodigioso espectro del fracaso que fue su vida.
Walser fue perdiendo poco a poco la capacidad de dirigir su atención al centro de los acontecimientos de la novela y se dejó, en cambio, de una forma casi compulsiva, por las criaturas extrañamente irreales que aparecían en la periferia de su campo de visión, sobre cuya vida anterior y ulterior nunca sabremos lo más mínimo. El autor trabajaba un poco en jardinería o jugaba contra sí mismo alguna partida de billar.
Walser se interna en el manicomio de Herisau. Qué clase de enfermedad tenía, en sentido diagnóstico exacto, importa poco. Basta con que comprendamos que él, al final, sencillamente no podía más, que como Hölderling, tenía que mantenerse a distancia de la gente como una especie de conquista anárquica. Es conmovedora la descripción que hace al respecto sobre la supuesta demencia y el silencio de Hölderling a lo largo de esos treinta y seis años que pasó encerrado en la torre de Tubinga: "Estoy convencido de que, en su largo periodo final, no fue tan desdichado como se complace en pintárnoslo los profesores de literatura. Poder dedicarse tranquilamente a soñar por los rincones, sin tener que estar haciendo los deberes todo el rato, no es ningún martirio. ¡Sólo la gente hace que lo sea!".
Carl Seeling escribió Paseos con Robert Walser, obra que no tiene paragón en la historia de la literatura. Seeling quería ayudarle a él y a su obra, en apariencia condenada al fracaso. Visita regularmente a Walser en el sanatorio, y durante veinte años "se le autoriza a salir a pasear." Seeling retrata a un Walser que ha enmudecido, un poeta que "tuvo el tacto suficiente como para apearse de la vida." Walser tenía cincuenta años y había dejado de escribir contentándose con la vida que llevaba de paciente en el sanatorio mental. Limpiaba legumbres en la cocina, clasificaba la basura, o leía alguna novela de Friedrich Gerstäcker o de Julio Verne, rígidamente de pie en un rincón. Las notas relativas a estos paseos son inusuales, pues Seeling pone escritura al servicio de la transmisión de las auténticas palabras de Walser. Nadie sabe si este paciente está enfermo, pero, en cualquier caso, es sabio. Sus conocimientos de literatura son inmensos; sus manifestaciones dan como resultado la poética de su propia obra; sus juicios políticos son certeros y enigmáticos. Walser pasea con Seeling por el paisaje nevado de Appenzell y por la noche regresa al manicomio.
Dijo Elias Canetti sobre el autor: "De todos sus contemporáneos, Robert Walser se ha convertido a mis ojos, exceptuando a Kafka que no existiría sin él, en el más importante." Thomas Mann, Alfred Polgar, Robert Musil, Susan Sontag, Claudio Magris, reconocieron su admiración por éste magnífico escritor de prosa indefinidamente extensible, desprovista de esqueleto que esconde la ausencia de cualquier progreso. Su obra constituye uno de los conjuntos más originales de la literatura del siglo XX, en un siglo obsesionado justamente por el afán de innovación, la suya es, sin embargo, de una originalidad no buscada, ni siquiera deseada.
Murió mientras paseaba un día de navidad de 1956 cerca del manicomio de Herisau.
Llevo toda mi vida admirando a este hombrecillo que siempre llevaba un paraguas colgado del brazo, incluso en los días de sol. Una vez escribió: "Ser incomprendido nos protege."