José Luna Borge
Cuando Robert Walser escribe
estos artículos, «Fur die Katz» («Por nada» o «Para el gato») 1928/29; «Meine
Bemühungen» («Mis esfuerzos») 1928/29 y «Der gebrauchte Mensch» («El hombre
gastado») 1930/31, se encuentra entre los cincuenta y los cincuenta y cuatro
años, edad en la que un escritor sabe de sobra si ha conseguido algo en su
oficio o si, por el contrario, ha fracasado. Walter entonces se encontraba en
una deriva en la que «la soledad si iba haciendo en torno suyo» y no tenía
dónde agarrarse, solo los articulillos que aparecían en «el folletín» (sección
de algunos periódicos en la que se publicaban pequeñas notas de interés
general, reseñas de libros, novelas y todo lo que escapaba a las secciones
«serias» de política y economía) de algunos diarios que todavía se aventuraban
a publicarle. Cuando este único asidero le faltó, todo se vino abajo con la
crisis de 1928/29 que, precisamente, parece haberse originado por la negativa
del Berliner Tagblatt a publicar los textos que Walter había enviado. Desde
1925 este periódico venía publicándole hasta tres colaboraciones mensuales,
constituyendo su principal fuente de recursos, la más segura y lucrativa. El
redactor jefe le recomienda que momentáneamente deje de colaborar durante seis
meses. Desde noviembre de 1928, en efecto, y durante seis meses, ningún texto
de Walser aparece en el periódico. Es muy probable que esta noticia desatara la
grave crisis cuyo final sería el ingreso en el asilo de Waldau. «Me esforcé en
seguir escribiendo a pesar de esta advertencia», le cuenta a Carl Seelig, «pero
fueron solo tonterías las que me arrancaba con mucho trabajo […] Para terminar,
mi hermana Lisa me llevó al asilo de Waldau. Todavía en la puerta, le pregunté:
“¿Hacemos lo conveniente?” Su silencio fue explícito ¿qué otra cosa podía hacer
sino entrar?».
Walser por entonces vivía en
Berna (1921/1929) sin trabajo ni domicilio fijos (en los ocho años berneses se
cambiaría catorce veces de domicilio) viviendo modestísimamente de sus
colaboraciones que aparecen en diarios y revistas y no siempre con la
periodicidad deseada (en 1925 publicará Die Rose (La rosa), el último de sus
libros).
Los artículos que aquí traducimos
permanecieron inéditos en vida de Walser y solo vieron la luz en 1986 con
ocasión de la edición de su obra completa Sämtliliche Werke in Einzelansgaben,
editada en veinte volúmenes por Jochen Greven, Suhrkamp Verlag, Zurich. En
castellano se traducen por vez primera.
Los tres artículos, aparte de
tener un cierto aire de época y de mostrar las inquietudes que Walser tenía en
aquellos años de crisis, son importantes para entender su abandono de la
novela, ante la falta de éxito, y la incursión, casi exclusivamente, en el
artículo como única vía de subsistencia. Intenta en esta época un modo de
escritura totalmente personal. Pasa conscientemente «de la redacción de novelas
a los artículos» porque, como dice en «Mis esfuerzos», «las vastas
construcciones épicas comenzaban por así decirlo a irritarme». Alude también a
la «crisis de la pluma», cuando habla de que su mano de escritor «se niega a
realizar cualquier servicio»; tal como lo sugiere en el mismo pasaje, esboza en
primer lugar sus prosas a lápiz, en una escritura microscópica (estos
«microgramos», así denominados por Jochen Greven, tardarían veinte años en ser
descifrados y transcritos) selecciona seguidamente estos borradores y los pasa
a limpio, a tinta, para enviarlos a las redacciones de los periódicos.
En Berna lleva una existencia
marginal, se convierte en un desconocido que vive en mansardas, pasea por la
ciudad vieja y visita sus tabernas. Como apunta en «El hombre gastado»: «La
soledad se iba haciendo en torno suyo». Esta soledad, a pesar de la euforia y
ganas que pone en la redacción de sus artículos, alterna con fases depresivas e
improductivas y en uno de estos episodios es cuando acepta ingresar en el asilo
de Waldau.
«Für die Katz», literalmente
«Para el gato», corresponde, más o menos, a la expresión castellana por nada o
de balde (tiene también relación con la expresión doméstica para el gato,
refiriéndose a las sobras de la comida que se aprovechan echándoselas a estos
felinos). Este artículo, más que ningún otro, viene a decirnos que la «singular
felicidad» que nace de la micrografía walseriana, está ligada a verdaderos
sufrimientos del autor. El contenido de estos escritos constituye un rico
tesoro de eslabones perdidos que relacionan entre sí los textos de Walser, pero
que también nos proporcionan nuevas luces biográficas sobre el autor. Cada
artículo es para Walser una tentativa de profundización en lo cotidiano. Un
simple objeto, un paisaje, un gorrión, se convierten en el emblema de la
crónica (como sucede en otro de sus textos titulado precisamente «Yo era un
gorrión») un pájaro de ciudad, de vida efímera, que sabe de sobra que no tendrá
la más mínima oportunidad de alcanzar la inmortalidad literaria. El gato en
este artículo, uno de los más bellos y profundos de Walser, simboliza la
institución del «folletín» y toda la «maquinaria de la civilización» a la que,
día tras día, el cronista se ofrece como alimento, como auténtico pasto. Todo
el potencial poético que dormita en el artículo de folletín, y que desde
Baudelaire será la base de la columna moderna, Walser se preocupará de
desvelarlo y de ofrecerlo, inocente, al lector.
La traducción ha sido hecha sobre
la base de las obras completas de R. Walser: Sämtliche Werke in Einzelausgaben,
editadas por Jochen Greven, vol. 20, Für die Katz. Prosa aus der Berner Zeit,
1828-1933, Suhrkamp Verlag, Zurich, 1986. Hemos consultado también la colección
de prosas breves Nouvelles du jour, Proses brèves, ii, Éditions Zoé, Genève,
2000.
Por nada (para el gato)
Anoto el articulillo que me
parece quiere nacer aquí, en el silencio de la medianoche, y lo escribo Por
Nada, es decir para el gato, es decir, por la costumbre de hacerlo.
Por Nada es una especie de
fábrica o de establecimiento industrial para el que los escritores bregan
diariamente, cada hora incluso y al que, fieles y asiduos, entregan su
mercancía. Producir es mejor que charlar inútilmente sobre la producción, o
perderse en discursos estériles sobre lo que es útil. De Pascuas a Ramos,
incluso los poetas escriben Por Nada, pensando que es más inteligente hacer
algo que no hacer nada en absoluto. Quien trabaja Por Nada, esta quintaesencia
de la comercialización, lo hace por el misterio de sus ojos. A ese gato se le
conoce sin conocerlo; dormita, ronronea de alegría en su sueño, quienquiera que
intente comprenderlo se encuentra ante un enigma impenetrable. Aunque Por Nada
represente para la cultura un peligro notorio no parece que uno esté en
condiciones de prescindir de él, pues no es otra cosa que la época en la que
vivimos y para la que trabajamos, la época que nos provee de trabajo, pues
bancos, colegios, restaurantes y casas editoriales, y la mayor parte del
comercio, y la importancia fenomenal de las redes de producción de mercancías,
y más aún, suponiendo, lo que considero superfluo, que quisiera enumerar todo
aquello que pudiera entrar en esta lista, todo eso, es Por Nada, siempre Por
Nada, y aún Por Nada. Por Nada, no es sólo bajo mi punto de vista lo que
contribuye a la buena marcha del sistema, que tiene algún valor en la
maquinaria de la civilización, sino como he dicho, Por Nada, es el mismo
sistema, y si hay algo que pueda en rigor distinguirse de él, y pretender no
ser hecho Por Nada, es precisamente lo que presenta un valor de eternidad: las
obras maestras del arte, por ejemplo, o las acciones que sobrepasan los simples
gorjeos, efectos sonoros, rumores y estridencias del día. Solo aquello que no
es mascado y devorado por el rechazo o la admiración, dicho de otra forma Por
Nada, que por cierto representa algo eminente, solo eso, se dice, está llamado
a perdurar y llegará algún día, como un buque de carga o un paquebote, al
puerto de una lejana posteridad. Mi colega Tartempion, bajo mi punto de vista,
garabatea de todas todas Por Nada, aunque escribe y versifica de la manera más
sofisticada. En lo tocante a la nadería natural de su trabajo, sin ninguna duda
notable, Trucmuche, que puede decir que tiene una bella y encantadora esposa,
que cena y se festeja como un príncipe, que pasea estupendamente todos los días
y vive en un apartamento romántico, Trucmuche, pues, comete un flagrante error
obstinándose en creer que el gato lo ignora. Pues si, por su parte, éste considera
a Trucmuche como a uno de los suyos, Trucmuche insiste en pensar que Por Nada
no lo juzga digno, lo que de ninguna manera corresponde a la realidad.
Al mundo actual, yo lo llamo Por
Nada; para la posteridad, no me permito denominación familiar.
Por Nada es a menudo desconocido,
uno se hace el desdeñoso, y cuando se le echa algo de alimento, se añade con
desdén, en una disposición de espíritu totalmente aberrante, ¡es Por Nada! Como
si, todos los hombres, desde que el mundo es mundo, no hubieran trabajado para
él.
Él es, pues, el destinatario
primero de todo lo que acontece; se repite, y solamente lo que continua
viviendo y actuando a su pesar es inmortal.
Mis esfuerzos
Con el tiempo he llegado a ser un
tema de preocupación para mis editores. Hay uno que me ha invitado a escribir
novelas cortas para él; ¡a mí, que hasta el momento quizá no haya sido capaz de
que ni una sola haya salido bien! A los veinte años, escribía versos, y a los
cuarenta y ocho, de repente he comenzado de nuevo a escribir poemas. Por
principio, en la presente tentativa de autorretrato, voy a evitar cualquier
deriva personal. Por ejemplo, no diré ni una sola palabra de las personalidades
importantes que he encontrado en mi vida. En cambio, me gustaría hablar lo más
fielmente posible de hacia dónde van mis esfuerzos. Creo disfrutar hoy de
cierta reputación como escritor de historias cortas. Quizás el valor literario
del relato breve sea bastante efímero. ¿Puedo por otra parte rogar al lector
que tenga la bondad de creer que lo que sale de mi boca es el fruto de mi
excelente humor? Tengo la impresión, en este momento delicioso de mi vida, de
ser la alegría en persona. Hasta aquí, he escrito por otra parte en una
tranquilidad perfecta, a pesar de que mi naturaleza me haya podido llevar a la
intranquilidad. Subrayemos de paso que, más o menos, desde hace cinco años,
tengo una amiguita que a fe mía, no quiero siempre con un amor de primerísima
categoría. De cuando en cuando, lo confieso abiertamente, leo en francés, sin
tener la pretensión de comprender cada palabra de esta lengua. Respecto a los
libros y a los seres humanos, considero que entenderlos de cabo a rabo, antes
que provechoso, carece de interés. Quizá me haya dejado influenciar, aquí o
allá, por las lecturas. Hace unos veinte años, redacté con cierta maña tres
novelas, que quizá no lo son en absoluto, sino que serían más bien libros, en
los que aparecen un montón de cosas, y cuyo contenido parece que ha gustado a
un círculo más o menos grande de mis semejantes. Hace mucho tiempo, uno de mis
jóvenes contemporáneos, se puso casi a provocarme al ver que no me emocionaba
porque se le hubiera ocurrido decirme que admiraba tal o cual de mis viejos
libros. Es un hecho, sin embargo, que la obra en cuestión es por así decirlo
inencontrable en librería, por lo que su autor no debería mostrarse encantado.
Sucede quizá lo mismo con alguno de mis honorables colegas. Cuando iba al
colegio, uno de mis maestros o pedagogos celebró mi redacción como diciendo que
era el tipo de escritura de artículo por excelencia, lo que me permitió
redactar numerosos borradores, etcétera, y me llevó a cuidar mi oficio de
escritor, por lo que, naturalmente, me enorgullezco. En aquella época, si pasé
de la redacción de novelas a los artículos, es porque las vastas construcciones
épicas comenzaban por así decirlo a irritarme. Mi mano desarrolló como una
especie de rechazo a servir. Para recuperar sus buenas costumbres, no le pedía
más que ligeras pruebas de eficacia, pues, son precisamente este tipo de
detalles los que me han permitido reconquistarla. Conteniendo mi ambición, he
tenido por norma el contentarme con cualquier pequeño éxito, por modesto que
fuera. El escritor en mí se conformaba a las órdenes de aquel que deseaba
seguir llevando una vida muy tranquila, y que cobraba de las redacciones de
periódicos más diversos. Por lo que creo, en otro tiempo tuve un nombre; sin
embargo, me acostumbré también a un nombre menos notable pues anhelaba
adaptarme a la denominación de «cronista de periódicos». Jamás me ha llegado a paralizar
la idea sentimental de que se me pudiera considerar como artísticamente
perdido. Como una suave mano sobre mi hombro, la pregunta se planteaba a veces:
«¿Ya no es arte lo que haces?». Sin embargo, podía decirme que lo que continua
mereciendo la pena no tiene que dejarse importunar por exigencias cuyo peso
ideológico lo ensombrece. Confesémoslo rotundamente, no tenía voluntad para
prohibirme perder el tiempo hasta ciertos límites. Me basta con poder pensar
que es verosímil que el tiempo ha cuidado de mí maravillosamente. Aún estoy
vivo, lo reconozco, y quizá me sea permitido dar gracias por ello estando
dispuesto a vivir en armonía conmigo mismo. Cuando, ocasionalmente, me apetecía
garabatear al buen tuntún, ello podía parecer un poco descabellado a los ojos
de la gente archiseria; pero en realidad, experimentaba en el terreno de la
palabra, con la esperanza de que la lengua guardara alguna vitalidad aún
desconocida que sería una alegría descubrir. Mientras que mi único deseo era
liberarme, y permitía que este deseo existiera, ha podido suceder que aquí o
allá, se me desapruebe. La crítica acompañará siempre a los esfuerzos.
El hombre gastado
Lentamente, el hombre gastado
hacía su camino, dándose cuenta perfectamente de que en otro tiempo se había
echado a perder. Con frecuencia, se había podido ver su imagen, no exenta de
seducción, en el grupo de amigos. Hace muchos años, él y estas personas eran
presumidos, tenían lo que querían, es decir lo que deseaban, confianza y
serenidad. Si apenas se habían sentido llamados a realizar grandes cosas o a
esforzarse al máximo. Vivía, como muchos de sus vecinos, en una feliz
despreocupación, pasando la mitad de las noches de comilona con toda una
compañía de felices guasones y bocazas. Se sentía absolutamente incapaz, por el
momento, de dárselas de listo. Ya desde hacía un tiempo, ofrecía a los demás
una cara pasmada, asombrada, por así decirlo, pues la soledad se iba haciendo
en torno suyo. Creía tener que acordarse de que en otro tiempo, por ejemplo,
una multitud de amigos y conocidos habían formado casi continuamente una
especie de muralla protectora a su alrededor. Esta buena gente, en cierto
sentido, se le parecía mucho. Era, cómo decirlo, un tipo desajustado, o a punto
de llegar a serlo poco a poco. A lo largo del año, pensaba y hacía siempre lo
mismo, tan poco, pequeñas nadas confortables, fáciles, agradables, propicias a
la vanidad. La vanidad, sí, era eso, sobre todo, lo que durante años había
contado para él. Ahora, sus manos tenían una expresión de molicie. La renuncia
había impreso su sello a todo su comportamiento. Sobre todo, no tenía en
absoluto ganas de bromear. Había dejado de reír desde hacía mucho tiempo. Algo
en él temía el haber recurrido a la risa, como uno teme una inconveniencia.
Antes, había sido claramente un gatillo o un detonador de cohetes de risa.
Estos buenos viejos tiempos parecían haber huido para siempre. ¿Era viejo? No.
Aún no. Se encontraba más bien en el cenit de la vida, o sea, en su
quincuagesimotercer o quincuagesimocuarto año. ¡Ah! ¡Si únicamente su cráneo
había sido el cráneo de un cínico triunfador! ¡He ahí lo que le hubiera
convenido en su más alto grado, he ahí con lo que disfrutaría! Pero triunfar,
¡ay! No era necesario soñar con ello. Cómo le hubiera gustado imaginarse que era
un tigre, una fiera soberbia, vigorosa, invencible. De eso no se encontraba ni
rastro en su persona. Temblaba en su fuero interno como un criminal
reincidente, es decir como aquel a quien se le podía reprochar tal o cual
crimen. Todo el carácter que había tenido parecía desvanecido, probablemente
para siempre. Y su lado petulante, chispeante, lleno de ideas, ¿dónde estaba
ahora?
Soñando que en una determinada
época, había creído controlar la vida, entró indeciso y a la defensiva, en un
museo, y se quedó pasmado ante el retrato de un almirante del Renacimiento,
¡completamente ahumado! ¡Inaudita, la expresión impasible que ofrecía! Le llamó
la atención otro cuadro que representaba a un hombre de alrededor de ochenta
años, que representaba, sin embargo, la destilada firmeza de un joven de muy
buena familia.
Al salir del museo, sabía, con
certeza y para su mayor desagrado, que sus trazas imploraban asistencia, y que
todo su comportamiento delataba el desorden.
Jamás hubiera creído que fuera
posible una cosa parecida. Como pasaba ante las ventanas de una casa
completamente construida de cristal, quedó clavado en el suelo, estupefacto
ante un extraño espectáculo.
Vio una mujer joven y bella,
elegantemente vestida, que bajo las miradas de los viandantes, sentada en un
canapé, acercaba de vez en cuando a sus labios el borde de una taza. Sobre la
mesa se encontraba un libro abierto. Su fisonomía parecía decirle:
«Tú como los demás, esperabas
mucho del porvenir. ¡Pero no es lo que habías imaginado!».
Siguió su camino, y por doquier
chocaba consigo mismo, y era para no entender nada.