¿Puedo acaso encontrarme si no hay nada qué descubrir en mí?
El que se niega a perderse, tampoco conseguirá encontrarse jamás. Así que quiero perderme.

viernes, 31 de agosto de 2012

ROBERT WALSER UNA BIOGRAFÍA LITERARIA

Santos Domínguez




El día de Navidad de 1956, a los setenta y ocho años, durante un paseo por la nieve, moría Robert Walser. Unos niños encontraron su cadáver cerca del manicomio de Herisau, donde había pasado los últimos años de su vida.

Paseante compulsivo y prosista notable, personaje extravagante y solo, hasta su internamiento en Herisau, vivió deambulando de un lado para otro de forma incontrolable. Los remites de sus cartas tienen unas cincuenta direcciones: diecisiete lugares distintos en Zurich, quince en Berna, y muchas otras en Biel, Basilea, Stuttgart y Berlín. Era una forma de ocultarse, de que nadie que lo buscase pudiese encontrarlo.

Susan Sontag lo definió como un escritor fundamental, dotado de las virtudes del arte más maduro y civilizado. Había empezado a escribir en la adolescencia, a la vez que decidía retirarse del mundo. De hecho, Walser se planteó la escritura como una vía de escape de la realidad, como una forma de echarse a un lado. Ya en su primer texto imaginó su suicidio y se proyectó en la figura de un hijo pródigo que reclamaba atención.

A partir de ese momento se va delimitando el universo literario de Walser en torno al deseo de no ser nadie, de no llegar a ninguna parte, de perderse, como en sus paseos, entre los objetos sin propósito definido, de borrar el yo y destruir la propia identidad. Porque en Walser la realidad, como la escritura, está en un proceso de desintegración constante, de disolución en lo mínimo.

Robert Walser fue el más elusivo, el más solitario de los escritores solitarios, huyó de todo vínculo con el mundo, de toda posesión que lo atara a algún sitio de la vida o la literatura. Paseó mucho, compulsivamente, siempre en huida, pero se esforzó en no dejar más huellas que las de sus pisadas en la nieve poco antes de morir y las más persistentes, las de su literatura.

Extraño, inquietante, ausente del mundo, desvinculado de los hombres y de sí mismo, su biografía es tan opaca que -como señaló Sebald- forma parte más de la clandestinidad y de la leyenda que de la historia.

Por eso es especialmente meritorio el esfuerzo de Jürg Amann en la biografía literaria que acaba de publicar Siruela. Espléndidamente escrita, sus trece capítulos son trece asedios a la huidiza figura de Walser, un constante ejercicio narrativo y conjetural sobre su personalidad enigmática.

Hay un territorio que acogió a aquel escritor helvéticamente retraído, como lo definió Sebald: el de la literatura. Y de literatura está hecha este excelente acercamiento a la figura de Walser, que propone un recorrido por su literatura, por su vida y por algunas de las fotografías que resumen su personalidad y su evolución.

Cada uno de los capítulos va ilustrado no sólo por un abundante material gráfico, sino por numerosas textos extraídos de la obra de Robert Walser. Textos que trazan paralelamente a la biografía de Amann una autobiografía del autor de El ayudante.

Y no sólo una autobiografía. Este libro ofrece también la amplia antología de una obra que puede leerse en esa clave, porque muchas de sus novelas tienen un componente autobiográfico fundamental.

En Robert Walser o la escritura como paseo escribía Luigi Amara:

Ocuparse de un hombre tan elusivo como Robert Walser, quien se resignó a vivir en un manicomio para darle la espalda al mundo, con la esperanza de que allí quizá sí enloquecería para siempre, vegetando por los rincones a la manera de Hölderlin, no tendría por qué estar libre de riesgos y contrariedades. A fin de cuentas, por más que sobresaliera en el arte de pasar inadvertido, por más que su mano derecha sintiera cierta animosidad hacia la pluma en vista de que su huella es más perdurable y enfática que la del lápiz, si en algo falló Robert Walser fue en su propósito de difuminarse en las catacumbas de lo indistinto, en que precisamente a causa de su escritura no fue capaz de completar la obra maestra de la invisibilidad.

Gracias al esfuerzo de su amigo Carl Seeling y de Jürg Amann, Walser es hoy no menos elusivo, pero sí algo más visible.

miércoles, 1 de agosto de 2012

UN ARTISTA DE LA OBEDIENCIA

Luis Yslas Prado



Los que obedecen suelen ser una copia exacta de los que mandan.

Jakob von Gunten, de Robert Walser

En la pasada feria de la lectura de Altamira compré Jakob von Gunten, editado por Alfaguara y traducido por Juan J. del Solar. Lo hallé medio escondido en un stand de libros usados, y lo tomé entre mis manos con el entusiasmo de quien da por fin con una obra largamente esperada. Desde hacía años, o para ser más exacto, desde que devoré las páginas de Bartleby y compañía de Enrique Vila-Matas, había querido leer algún texto de Robert Walser, ese extraño escritor suizo cuya máxima aspiración en la vida era ser “un cero a la izquierda”.

En efecto, Walser pertenece a esa singular casta de artistas que Vila-Matas ha calificado como bartlebys; esto es: “seres en los que habita una profunda negación del mundo”. Rimbaud, Rulfo, Salinger, Hofmannsthal, Hölderlin y el propio Walser, entre otros, conformarían esa galería de “raros” que por alguna misteriosa razón, o acaso por un desasosiego existencial sin fondo, renuncian a la literatura, o hacen de ella un territorio para esbozar lo inacabado, para borronear el abandono. Artistas que ante el llamado –exterior o interior– a escribir, sólo atinan a responder entre murmullos que, como el célebre Bartleby del cuento de Melville, “preferirían no hacerlo”.

Robert Walser nació en Biel (Suiza) en 1878. Entre Zurich y Berlín desempeñó varios oficios, entre ellos, uno para el cual se preparó en su juventud: el de servicio doméstico. Publicó narraciones breves y poemas que fueron durante mucho tiempo olvidados, y fue admirado por Franz Kafka –ese otro bartleby de la lengua alemana–, quien consideraba a Walser un genio literario. Éste, sin embargo, dudó siempre no sólo del valor de su escritura, sino de su propia existencia. Procuró vivir bajo perfil, en la mayor nulidad posible, e incluso los últimos 28 años de su vida permaneció recluido en instituciones psiquiátricas, a las que ingresó voluntariamente, apertrechado en un silencio que era también su forma más radical de negación. Su renuncia es acaso una de las más drásticas de la literatura, sólo comparable con la de Hölderlin, quien también fue silenciado tanto por la locura como por el síndrome bartleby. “Robert Walser –apunta Vila-Matas– amaba la vanidad, el fuego del verano y los botines femeninos, las casas iluminadas por el sol y las banderas ondeantes al viento. Pero la vanidad que él amaba nada tenía que ver con la ambición del éxito personal, sino con ese tipo de vanidad que es una tierna exhibición de lo mínimo y de lo fugaz. No podía estar Walser más lejos de los climas de altura, allí donde impera la fuerza y el prestigio: ‘Y si alguna vez una ola me levantase y me llevase hacia lo alto, allí donde impera la fuerza y el prestigio, haría pedazos las circunstancias que me han favorecido y me arrojaría yo mismo abajo, a las ínfimas e insignificantes tinieblas. Sólo en las regiones inferiores consigo respirar”. Esa respiración de Walser, que resistió durante casi tres décadas en los sombríos laberintos del manicomio, cesó el día de Navidad de 1956, en su tierra natal, mientras paseaba por la nieve.

Jakob von Gunten, publicada en 1909, es la primera obra que leo de Walser. Su protagonista narra la historia de su ingreso a una escuela de servicio doméstico en la que sus condiscípulos son entrenados para obedecer. “Aquí se aprende muy poco –se lee en el primer párrafo–, falta personal docente y nosotros, los muchachos del Instituto Benjamenta, jamás llegaremos a nada; es decir, que el día de mañana seremos todos gente muy modesta y subordinada”. El director, M. Benjamenta, ejerce una poderosa influencia entre los alumnos, a pesar del modo despótico con el que impone el orden. Los profesores son escasos, o padecen una extraña abulia que les impide enseñar. Las clases se suceden en un ambiente sombrío, bajo una metodología mediocre. Los alumnos más destacados no son los más creativos, sino los que han logrado hacer de la mansedumbre su mayor singularidad. Son evidentes las correspondencias entre esta historia y la propia vida de Walser, quien no sólo asistió a una escuela muy parecida a la del relato, sino que trabajó como mayordomo en una mansión a orillas del lago de Zurich. De manera que el personaje Jakob von Gunten es la voz por la que Walser cuenta una historia mordaz que es a un tiempo una recreación de sus días de estudiante, y un anticipo, en clave ficticia, de los años de sumisión y miseria que azotarían a Europa durante la I y II Guerra Mundial.

“Sé perfectamente lo que es un alumno del Instituto Benjamenta, de esto no me cabe duda –afirma el joven Jakob–. Un alumno semejante no es otra cosa que un magnífico y redondo cero a la izquierda”. Y en ceros a la izquierda, precisamente, quisieron convertir a súbditos y enemigos tanto el fascismo como el nazismo. De modo que la renuncia escritural y existencial de Walser, y hasta su repentina locura, no sólo resultan premonitorias a la luz de lo que ocurriría años después en la historia europea, sino que ofrecen una respuesta irónicamente desoladora a la pregunta sobre el sentido del ser humano dentro de un contexto autoritario. El Instituto Benjamenta puede verse entonces como un ambiente falaz en donde la sumisión y el fracaso parecieran ser los atributos del verdadero reino de los hombres.

Pero también, ya más acá en el tiempo y la geografía, el Instituto Benjamenta no ha dejado de impartir su cátedra de obediencia. Todavía es posible ver la multiplicación de ceros a la izquierda –pero sin el talento de los bartlebys artistas– que incluso llegan a dirigir la nación, según sus más bajos intereses. En ese sentido –terrible sentido– la obra de Walser aún resuena con vigencia, a pesar de su renuncia, o acaso gracias a ella, en estos días de sometimientos y derrotas.




ROBERT WALSER EN SU TUMBA DE NIEVE

Juan Antonio González Fuentes





El ingeniero Tobler sufrió la ruina y sus más nefastas y tristes consecuencias: su mujer y sus cuatro hijos lo abandonaron. Testigo privilegiado de este proceso hacia la hecatombe personal es Joseph, un empleado del ingeniero que permanece fiel a su jefe. Esta historia es, más o menos, la que se cuenta en El ayudante, narración publicada en 1908 por el escritor suizo Robert Walser (1878-1956), y que no deja de ser un remedo literario y esencialmente irónico de la experiencia personal del propio autor, quien trabajó durante seis meses en la casa de un ingeniero de nombre Dubler.

El ayudante, libro publicado por Siruela, es un paso más en el extenso paseo narrativo que inicié con Robert Walser hace ya algunos años, paseo que página a página me ha ido proporcionado algunas de las satisfacciones librescas más extraordinarias de mi vida lectora. Walser, él mismo, es una narración compleja e inconmensurable, de cualidades tan extraordinarias que, como señaló en su día el gran Elías Canetti, “un personaje tan singular como Walser no hubiera podido inventarlo nadie”.

Walser escribió alrededor de una docena de libros que se califican con un sólo y hoy en exceso manoseado adjetivo: memorables. Los hermanos Tanner, El paseo, La rosa, Jacob von Gunten, o sus microgramas también recientemente publicados, ofrecen las más alta idea de lo que es capaz de contener y transmitir la más alta literatura intemporal, una de las que dan sentido al arte de escribir en el siglo XX.

Al cumplir 50 años Walser se internó a sí mismo en un sanatorio para enfermos mentales. Sin eufemismos, se ingresó en un manicomio y dejó de escribir. El resto de lo que le quedaba de vida lo pasó en silencio y recluido en aquel lugar, paseando, divagando, perdido en la inmensidad de su interior. Apareció muerto en la nieve el día de Navidad de 1956. Ese día dio su último paseo uno de los escritores más grandes. La frialdad del mundo lo acompañó hasta el último momento, en el que un manto de nieve hizo de pálido sudario.

Siempre que veo nevar o contemplo la nieve tranquila descansando en los caminos pienso en Walser. Y siempre prosigo mi paseo sintiendo en el frío el calor de su compañía, de sus páginas que arden en la hoguera que de momento me mantiene a salvo de la helada final.